Sonrisas Perdidas


1.
Fue cuando ella murió que se cayó mi sonrisa. El regreso a casa después de la guerra fue tan penoso como la hora en que me despedí de todos en el puerto. Nadie daba entonces un cobre por nuestros sueños, por nuestras sonrisas bobas que parecían pintadas de acuarela, en tonos muertos. Muertos estábamos desde que pusimos un pie en el barco, pero nadie hablaba de ello para no tener que verse la cara de velorio, el alma perdida en la ausencia de la nada, demasiados colores cálidos para unos corazones muertos. Los primeros mareos nos pusieron a vomitar por la borda, mientras los demás reían de nuestros tonos verdes o morados, o morados y verdes, eso dependía del ángulo de su visión. No recuerdo mucho de aquel viaje, o es que quizá mi memoria ha sepultado esos recuerdos para no tener que despertar llorando nuevamente por la madrugada, con ese sudor que descalabraba las sienes por el frío, ni por el dolor que provocaba el sentirse vivo en un mundo de cadáveres. Es cierto que tuvimos buenos momentos, pero cada acto que se dio en aquel viaje, cada voz, cada, aliento, cada grito, cada desgarro lanzado al viento, nos arrancó una porción del alma, un trocito de sonrisa, una mueca de alegría. Hace un mes recibí la carta. Escueta como siempre, tinta azul en papel aéreo. “Mamá murió hace una semana, no queríamos decírtelo porque estabas convaleciente, pero ahora que estás recuperado, Andrea sugirió que era la mejor idea. Todos acá te necesitamos, sabemos que debes estar en algún lugar del mundo, en medio de aquella maldita guerra que por fin acabó. A ella le hubiera gustado verte, lo dijo antes de expirar, siempre fuiste su engreído, siempre esperó más de ti (creo que alguna vez lo conseguiste, imbécil), pero ahora que ya todo pasó y que no hay vuelta atrás, debes regresar y poner las cosas en orden. Santiago, acá todo ha cambiado. Nosotros también.”
Eso fue todo, siete líneas para decirme que el mundo se había terminado, que aquella historia del hijo héroe fue tan solo una farsa, una burla del destino, un pedazo de nada. ¿Volver entonces? ¿Para qué? Es una buena pregunta, sobre todo si pienso en que nadie de los que fue conmigo al frente regresará a casa. Pienso en eso y mi nariz es invadida por el olor a sangre, a pólvora, a venganza, a rencor. Un olor como de fierro podrido, de metal corrompido, de cuerpo sin alma. Volver ¿Para qué? Mientras miro por la ventana cómo me alejo de todo aquel desastre, de toda aquella cruel puesta en escena, pienso en las noches frente al fuego, fumando un cigarrillo mientras la vibración de las explosiones sacudían nuestros pensamientos. Reíamos mucho entonces. Bromeábamos sobre nuestros planes al regresar y sobre lo que haríamos con nuestro futuro, con nuestros sueños. Le escribía muchas cartas a la semana, siempre le contaba algo nuevo pero nunca mencionaba alguna mala noticia o un hecho aterrador, por ejemplo, la primera vez que maté a un hombre. Estábamos en medio de un operativo cuando de pronto un ruido me sacó del miedo: un hombre estaba agazapado con los pantalones abajo. La polaca que tenía era de un color distinto al nuestro, entonces actué. Me acerqué por la espalda y con el cuchillo le abrí la garganta. Recuerdo que me bañé en sangre la ropa, tanto, que pensé que por error me había cortado yo mismo la mano o el brazo, pero no. El hombre convertido ahora en un pedazo de carne sin alma cayó al suelo, sobre sus heces. No pude evitar las arcadas y luego el vómito incontenible. Miraba mis manos como si no me pertenecieran, como si en algún momento hubieran actuado por cuenta propia pero no, mi ser era el que había ordenado asesinar, y aquella sensación jamás se borró de mi mente, aún ahora y después de tanto tiempo, en que despierto por las noches aterrado por los sueños que me atacan. Vi por la ventana del avión que el aeropuerto estaba a pocos minutos. Vi una nueva realidad, una nueva vida y sonreí. Recordé entonces la carta y el hecho de que al leerla se me cayó la sonrisa. Y nunca más la recuperé.

Comentarios

Entradas populares