José Watanabe no ha muerto



En el verano del 2000, se celebró el Lima un encuentro internacional de escritores en el hotel Pardo de Miraflores, organizado por el Pen Club. Yo, aspirante a escritor, conseguí gracias a algunos favores familiares que me otorgaran una credencial para poder asistir toda la semana a las charlas y conferencias magistrales.
El primer día del encuentro, tras cruzar el umbral de la doble hoja de vidrio que separaba ese paraíso de letras del mundo común, vi a todos los escritores que había leído en el colegio, conversando entre ellos y revisando algunos libros que los colegas ofrecían a la entrada del auditorio. Entre ellos destacaba uno, alto, solitario y sereno, con un impecable terno blanco y bufanda crema, larga hasta por debajo del cinturón, examinándolo todo (o tal vez solo pensando), de pie al lado de la entrada al auditorio. Me acerqué a presentarme, soy fulano de tal, quiero ser escritor; cómo le va, mucho gusto, soy José Watanabe, también quiero ser escritor.
Esa imagen es la que más recuerdo de aquel encuentro donde desfilaron grandes narradores y poetas (Washington Delgado dio una conferencia estupenda sobre Madame Bovary), y de sus conversaciones reposadas, siempre interrumpidas por algún lector que se acercaba -como yo- a saludar, pedir una firma o simplemente escuchar. Y es que Watanabe tenía ese don de hacer que su voz captara siempre la atención del resto. Sus historias, sus lecturas, el ritmo de su poesía, todo aquello era como él: una reposada forma de sabiduría. Con los años no llegamos a ser amigos, pero sí conversamos algunas veces.
Yo, que ya había publicado mis primeros libros, buscaba en los suyos aquella sabiduría que hasta ahora intento transmitir. En el homenaje que le organizaron en el Centro Cultural Británico, me tocó dar una ponencia sobre su obra.
Sentado en primera fila, rió mucho cuando leí el título de mi trabajo: "Influencia de la filosofía Zen entre un poema del Tao Te Ching y El Lenguado, de José Watanabe". El horroroso y rimbombante título de mi disertación, buscaba, más allá de la pretención académica -sospechosa siempre- aquellas palabras que dijo al acabar, luego de un efusivo y sincero abrazo: "Gabriel, nunca me había reído tanto". Suficiente. Lo conseguí. Por eso mismo, querido amigo, José, sé que no has muerto, y que a pesar de la frase de rigor "siempre vivirá en nuestros corazones" se aplica en estos casos, prefiero escribir: José Watanabe no ha muerto, porque desde anoche, es como toda la arena... como todo el vasto fondo marino...


El lenguado

Soy
lo gris contra lo gris, mi vida
depende de copiar incansablemente
el color de la arena,
pero ese truco sutil
que me permite comer y burlar enemigos
me ha deformado. He perdido la simetría
de los animales bellos, mis ojos
y mis narices
han virado hacia un mismo lado del rostro. Soy
un pequeño monstruo invisible
tendido siempre sobre el lecho del mar.
Las breves anchovetas que pasan a mi lado
creen que las devora
una agitación de arena
y los grandes depredadores me rozan sin percibir
mi miedo. El miedo circulará siempre en mi cuerpo
como otra sangre. Mi cuerpo no es mucho. Soy
una palada de órganos enterrados en la arena
y los bordes imperceptibles de mi carne
no están muy lejos.
A veces sueño que me expando
y ondulo como una llanura, sereno y sin miedo, y más grande
que los más grandes. Yo soy entonces
toda la arena, todo el vasto fondo marino.

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