Traumas electorales...

La última vez que voté, si mal no recuerdo, fue el 2006. Entonces estuve trabajando un tiempo en la ONPE, donde lo mejor que saqué fue un romance que me destruyó el corazón y el bolsillo (vivía en Chosica, a 47 kilómetros de mi casa, ahora vive en Japón así que mejor al olvido). El domingo de las elecciones (me refiero al nefasto año aquel), fui a votar al mismo colegio donde voto desde que me dieron la libreta electoral (esa antigua de tres cuerpos) y me encontré con media generación del 74 haciendo cola, saludándose después de tanto tiempo, abrazándose unos a otros en una maldita fiesta de confraternidad. Las chicas del barrio ya no eran tan chicas (casi todas estaban de la mano de sus pequeños hijos) y los amigos ni hablar: ellos eran los padres. Los pocos solteros que aún quedábamos (consecuentes al fin con ese espíritu rebelde de libertad), salimos luego de votar a buscar algún lugar donde nos vendieran cerveza helada (la ley seca, esa otra prohibición democrática de épocas electorales) y recalamos en el antiguo local de la charapa que, en algún momento de nuestra juventud, se encargó de desvirgar a varios del grupo. El local ya no era más de ella, se había fugado con un policía hacía algunos años y nadie sabía de su paradero (imagino que era feliz, nadie se fuga sin amor). Es curioso, en aquel entonces yo tenía una columna diaria en un periódico local, que nadie decía leer pero que todos disfrutaban en su soledad, y cada vez que hacía alguna broma uno de mis amigos decía “claro, tal como contaste hace tres semanas en esa columna sobre…” y reían. Lo curioso era que ya nadie hablaba de política, faltaba Francescolli en esa mesa del 2006, pues a pesar de nuestras diferencias políticas (a mí eso me tenía francamente sin cuidado, al final de cuentas votemos por quien votemos igual tenemos que seguir trabajando como mulas para poder vivir al menos decentemente), siempre había un espacio para recordar viejas mataperradas, antiguos amores, partidos de fútbol perdidos, apuestas olvidadas, carnavales exagerados, el corte de pelo universitario (aunque varios pertenecen ahora a la Policía o son oficiales de la Fuerza Aérea), y los trabajos que en ese entonces realizábamos. A todos nos había tocado una época dura, en mi caso ser periodista no me aseguraba llegar a fin de mes en azul, había que buscar otras cosas en muchos lugares (pero eso es otra historia), y el que la pasó peor fue Francescolli (le llamábamos así porque idéntico al jugador de fútbol). Él estaba de amores con una de las chicas del barrio, hermosa a más no poder, con una sonrisa de coneja de playboy que muchos recordaban agitando las frazadas en sus noches solitarias (en el mejor de los casos). Y era cierto: resultó ser toda una coneja. Francescolli era un hombre de izquierda, convencido entonces de que el Perú necesitaba una revolución urgente, una rebelión de pensamientos que modificara la historia, intelectuales como él que, desde su palco de aplicado estudiante de filosofía en San Marcos, intentaba “contagiar” a los demás, colocar su granito de arena, nos decía mientras terminábamos una caja de vino barato en el Campo de Marte. Pero la coneja… ahhhh la coneja… apenas vio que su nombre no apareció en la lista de ingresantes de 1992 a la facultad de administración, sintió que la amargura se apoderaba de su vida. Francescolli ingresó, claro está, y causó tal impacto en las chicas con su sonrisa, que de pronto se convirtió en el alma de las fiestas (su plataforma estratégica, decía, cuando la gente está “alegre” ingresa mejor la información), y entonces un fin de mes (después de dos años de arduo estudio y proselitismo filosófico para él) la coneja desapareció del barrio. Y al mes siguiente Francescolli desapareció de la universidad. Para siempre. El tiempo pasó, el gobierno cambió, nuevamente hubieron elecciones, y este fin de semana de elecciones municipales encontré a Francescolli con la coneja haciendo cola en el mismo colegio donde voto desde hace una pila de años. Quiero creer que no me reconocieron (bueno, en ese entonces yo usaba el cabello largo hasta los hombros y era más delgado y guapo, ahora… bueno, ahora ya qué importa), pero me llamó sobremanera ver a la entrada del local de votación a 6 niños sentados en una banca. Claro eso no tiene nada de raro, pero cuando tres de ellos son idénticos entre sí y los otros tres también entonces ya te pones a pensar en lo cruel que es la vida: los tres primeros era idénticos a Francescolli, y las tres siguientes… ya se pueden imaginar. Y entonces comprendí.
Detesto las elecciones porque siempre en la cola uno se encuentra con su pasado (lejano o cercano) y la izquierda o la derecha pasan a un sétimo plano (sobre todo si tu amigo es el de los 6 hijos) y ves a tu generación (o parte de ella) consumida por la realidad, aplastada por el descuido o el exceso de amor, o tal vez porque en algunos casos es tremendamente cruel. Yo voté, nervioso ante semejante imagen, hundí el dedo en la tinta indeleble con tanta fuerza (los nervios impactados) que me salpiqué hasta la muñeca. Salí y en lugar de coger el auto me fui a pie a casa, pensando seriamente en la vasectomía y en que a lo mejor Francescolli (o lo que queda de él) no votó por la izquierda que tanto admiraba, sino por el pastor evangélico que tal vez lo podía acercar a Dios, claro, mientras los seis engendros subían al station wagon amarillo, con la acabada coneja en el asiento del copiloto, y él desaparecía raudo en la esquina, no vaya a ser que alguien parara su taxi…
Hasta las próximas elecciones.

Comentarios

Anónimo dijo…
La obligación del Estado es inhibir las decisiones de carácter criminal.

Sí a la ejecución legal de las madres que aborten.

Entradas populares