Diario de un diario / un delicioso ensayo de Juan Gabriel Vásquez



1.

Durante un vuelo entre Madrid y Barcelona comienzo a leer los diarios de Ribeyro, que Ricardo Cayuela me regaló hace ya varios meses. Nada más empezar, debo cerrar el libro. La primera anotación es del 11 de abril de 1950, y dice: «Tengo unas ganas enormes de abandonarlo todo, de perderlo todo». Todavía no ha cumplido los veintiún años y ya está buscando la salida de emergencia.

2.

¿Dónde está Ribeyro? ¿Qué posición ocupa entre nosotros, los lectores, y por qué no ocupa una distinta? De regreso a mi casa en Barcelona, me voy directo a la biblioteca y busco Ehrengard, la novelita corta de Isak Dinesen traducida por Javier Marías. En el prólogo, Marías escribe: «Nacida en 1885, era diez años menor que Mann, cinco menor que Musil, tres menor que Joyce, dos menor que Kafka, uno menor que Broch, tan sólo doce mayor que Faulkner. Es decir, era una estricta escritora contemporánea. Sin embargo, poco o nada tuvo que ver con ellos o con las innovaciones narrativas que tales nombres introdujeron». La frase puede aplicarse a Ribeyro sin cambiar más que los nombres propios. Nacido en 1929, es quince años menor que Cortázar, dos años menor que García Márquez, un año menor que Fuentes, apenas siete años mayor que Vargas Llosa. Es decir, era un estricto escritor del boom latinoamericano. Y sin embargo, poco o nada tuvo que ver con el fenómeno narrativo que estos nombres encabezaron. No se piensa en el boom cuando se piensa en Ribeyro. No se piensa en Ribeyro cuando se piensa en el boom. Ribeyro vive en otra parte, fuera de lo que Carlos Fuentes bautizó, en su momento, como la «nueva novela latinoamericana». Bien mirada, la cosa tiene lógica: Ribeyro era latinoamericano sólo a pesar de sí mismo; pero no se puede decir que fuera novelista, y definitivamente, definitivamente, no era nuevo.



3.

El 27 de agosto de 1954, Ribeyro escribe en su diario: «Hago esfuerzos tenaces para no comenzar una novela». Ha leído Bonjour, tristesse, la novela con la que Françoise Sagan se hizo famosa a los dieciocho años. «Mis taras culturales son gigantescas», continúa Ribeyro. «La novela es un producto social, no individual. Brota del genio colectivo, de la herencia cultural acumulada durante siglos. Françoise Sagan no hace más que recoger el crédito del vasto capital almacenado por el genio narrativo francés en el curso de su historia. Yo, detrás de mí, sólo tengo leyendas, tradiciones y sainetes. Para un sudamericano es más fácil hacer una revolución que escribir una novela».
La protesta de Ribeyro tiene destinatarios muy específicos. Las leyendas son las de Guatemala, que Miguel Ángel Asturias publicó en 1930; las tradiciones son las peruanas, que Ricardo Palma publicó en 1872. Ribeyro no lo sabía, pero no estaba solo: para ese momento de 1954, ya Borges había publicado Ficciones y El aleph, ya Onetti había publicado Un sueño realizado y otros cuentos, ya Rulfo había publicado El llano en llamas. Esos cuatro libros de cuentos fundan de alguna forma una nueva tradición latinoamericana, alejándose de Asturias y de Palma, y adoptando a Stevenson, a Wells, a Faulkner. Más importante: alejándose de la novela como género hegemónico. Pero Ribeyro no sabía en ese momento quién era Borges, no sabía quiénes eran Onetti ni Rulfo. Leía a Benjamin Constant, a Maupassant, a Chéjov, a Flaubert. En su pequeño piso de la rue de l’Harpe, ya se había instalado en la habitación que ocuparía el resto de su vida: el siglo XIX. De alguna manera, ya era lo que sería toda su vida: un anacronismo.

4.

La poética del cuento ribeyrano es la poética de la tragedia clásica francesa. Boileau la dejó sentada en dos versos: Qu’en un jour, qu’en un lieu, un seul fait accompli/ Tienne jusqu’à la fin le théâtre rempli. O bien: «Que en un día, en un lugar, un solo hecho completo/ Tenga hasta el final el teatro repleto». En palabras menos taxativas: unidad de tiempo, de acción y de lugar. Ya se sabe que los cuentistas, de Poe a Piglia, han tenido la curiosa costumbre de teorizar sobre su arte; así que me paso dos días enteros buscando por todo Barcelona –bibliotecas públicas, librerías de viejo, casas de amigos– un ejemplar de Los gallinazos sin plumas, primer libro de Ribeyro, en cuyo prólogo, según he sabido, él expone su teoría personal del cuento. Pero la edición original no existe; las reediciones disponibles, las de los Cuentos completos, por ejemplo, omiten el prólogo. Tengo que llamar a París para hablar con Fernando Carvallo, una especie de mago de Oz peruano que parece saberlo todo y, lo que es peor, tener todo lo que sabe a mano. En unas horas, Carvallo me faxea la página que necesito. Dice Ribeyro: «El cuento me parece que no es un “resumen” sino un “fragmento”. Quiero decir con esto que el cuentista no debe tratar de reducir a cuatro páginas un acontecimiento o una vida humana que podría requerir una novela, sino que debe en este acontecimiento o en esta vida escoger precisamente el momento culminante, recortarlo –como se recorta la escena de una cinta cinematográfica– y presentarlo al lector como un cuerpo independiente y vivo».
La metáfora de la cinta cinematográfica. Ribeyro se anticipa casi diez años a la famosa analogía en que Cortázar compara la novela con el cine y el cuento con la fotografía. Y, sin embargo, el terco realismo de Los gallinazos sin plumas no se encuentra en ninguna parte con los cuentos fantásticos de Bestiario, por decir algo. Y eso que ambos, tanto Ribeyro como Cortázar, eran lectores furibundos de Maupassant y de Chéjov.
A comienzos de 1955, año en que se publica el temido primer libro, Ribeyro lee a Kafka, a Gide, a Camus. Pero su prosa no lo refleja. O tal vez las anotaciones del diario no sean prueba de nada. Después de todo, en las 666 páginas del diario aparecen sólo cuatro menciones a Chéjov, cinco a Maupassant.



5.

Ribeyro y su larga historia de desencuentros con la novela. El 2 de febrero anota: «Me siento desligado de una etapa literaria: la del cuentista.» Y luego: «Me seduce la idea de la novela, ¿pero cómo escribirla?». La seducción de la novela como típica atribulación de los cuentistas natos. (También Chéjov lo intentó varias veces: «Como no estoy acostumbrado a escribir nada largo y me da miedo escribir en exceso, cada página me sale tan compacta como un pequeño cuento».) ¿En qué queda el esfuerzo de Ribeyro? El 9 de mayo escribe: «Ausencia total de ideas. El asunto de mi novela me preocupa». Y el 26 de junio, a la una de la mañana: «Mi novela perece por inanición. He tomado la decisión de interrumpirla. Para escribir la historia de una generación hace falta, además del conocimiento de los hechos, una vasta perspectiva histórica». Para entonces García Márquez había publicado La hojarasca, novela que hunde sus raíces remotas en la guerra civil colombiana de 1899 y narra no una, sino varias generaciones de macondianos; y en tres años Fuentes publicaría La región más transparente, uno de los frescos más ambiciosos jamás escritos sobre la sociedad mexicana. Algo separa las dos formas de entender la literatura.
Un amigo de Ribeyro, Víctor Li, le sugiere que los géneros literarios no nacen de consideraciones formales sino de los rasgos profundos de nuestra personalidad. El género como resultado de ciertas subjetividades. Ribeyro se enfrenta a la idea de que su manera de ver el mundo sea cuentística, de que él, simple e inevitablemente, sea de los que ven el mundo en forma de cuentos. El 20 de agosto, después de pasar por Checoslovaquia y Varsovia, Ribeyro regresa a París. Le parece que ha regresado, desde el mundo colectivo, al mundo del individualismo. El primero le fascina, pero si tuviera que escoger se quedaría con el segundo. «Quizás por inercia», escribe, «por costumbre o por incapacidad para participar en las tareas colectivas. Yo me siento mejor donde se me exige un mínimo de esfuerzo y de responsabilidad. Cobardía, egoísmo, ociosidad». ¿Existe tal cosa como un temperamento de cuentista? ¿Se puede nacer predestinado a un género por encima de otros? Recordar a Frank O’Connor, cuentista chejoviano a más no poder: el cuento es una forma romántica, individualista, intransigente. El cuento se aleja de los grandes movimientos sociales; el cuento es género de solitarios. O’Connor no conocía a Ribeyro. Ribeyro no conocía a O’Connor.

6.

Me doy cuenta de que he comenzado a hablar de Ribeyro cada vez que puedo. Le pregunto a la gente si lo ha leído; les pregunto a mis alumnos norteamericanos si saben quién fue. Uno de ellos, para hacerse una idea de este nuevo personaje desconocido, me pregunta si Ribeyro era un escritor «revolucionario», y me parece que ha encontrado la clave de algo. Es imposible entender el boom latinoamericano al margen de Fidel Castro, de Casa de las Américas en Cuba. Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa colaboran regularmente con la revista de la Casa de las Américas; García Márquez se adhiere desde el principio y de manera (dolorosamente) incondicional a la Revolución. En toda América Latina surgen revistas como Siempre! o Primera Plana que sirven de caja de resonancia a los autores del boom, siempre a cambio de su apoyo al nuevo socialismo caribeño. En todo este panorama, ¿dónde exactamente se ubica Ribeyro? Ya el 11 de mayo de 1956 había escrito: «La ventaja de no tener opiniones es que uno jamás se repite». Y el 30 de julio: «Uno de los problemas que más me inquietan es la imposibilidad en que me encuentro de definir mi posición política». El 1 de enero de 1959 Fidel Castro entra triunfante en La Habana, y el mundo latinoamericano se sacude desde el Río Grande hasta la Patagonia. Pero en el diario de Ribeyro la primera anotación del año es del día 19, y habla de una obra de teatro que acaba de terminar; la segunda, del 26, habla de su úlcera. El nombre de Castro aparece por primera vez el 22 de agosto. Pero de 1960.
No se piense que Ribeyro era un ingenuo político o un habitante de una de esas torres de marfil de las que nos suelen hablar con cierta frecuencia a los escritores latinoamericanos. Ribeyro conservó siempre una conciencia profunda del mundo que lo rodeaba; sólo un empecinado observador social, sólo un crítico intransigente de la fauna peruana, hubiera podido escribir Los gallinazos sin plumas, ya no digamos las Tres historias sublevantes. Los cuentos de Ribeyro coleccionan pequeños momentos de verdad íntima, pequeñas revelaciones o, si se quiere, epifanías. Pero no hay grandes verdades, no hay verdades políticas, porque el autor era incapaz de ellas. El 26 de julio: «Desaliento, mientras redacto el manifiesto sugerido por Vargas Llosa, “Estamos en país ocupado: resistir”, sobre el papel que deben jugar en el Perú los intelectuales. Me doy cuenta de la inutilidad de la palabra». Y concluye a manera de memorando privado: «Tentación de la política, grave escollo de los escritores que se acercan a la madurez. Evitarla».



7.

Ribeyro y la modernidad. En el prólogo a sus Cuentos completos, Bryce Echenique habla de «un narrador excepcional que, a lo largo de cuatro décadas, se ha entregado a la literatura sin aspavientos, alejado de todo tipo de modas y experimentalismos al día». Pero leyendo el diario uno queda con la sensación de que a Ribeyro le hubiera gustado otra cosa. «Lo peor de todo», escribe en alguna parte, «es que no veo dónde recoger los elementos de una nueva técnica narrativa. De los franceses no cabe esperar nada. Menos aún de los españoles y latinoamericanos». Esto dicho en el mundo de «Pierre Menard, autor del Quijote», y en el mismo año de «El perseguidor». A finales de 1960, Ribeyro escribe dolorosamente: «No tengo derecho a vivir en este siglo».
El estilo, dijo alguien, son nuestras limitaciones.

8.

25 de septiembre. Conversación en Madrid, en la terraza del café Gijón, con Santiago Gamboa, que conoció bien a Ribeyro y ha escrito el prólogo para los Diarios. Hablamos de los vicios de Ribeyro: el vino Saint-Émilion, los cigarrillos. Hablamos de «Sólo para fumadores», que para mí es, con distancia, el mejor cuento de Ribeyro y uno de los primeros en una hipotética lista de cuentos latinoamericanos. Pero esta opinión, dice Gamboa, tiene un problema: «Sólo para fumadores» no se parece en nada al resto de la obra de Ribeyro. Su mejor cuento no se parece en nada al resto de sus cuentos. Pienso en posibles razones. «Sólo para fumadores», al contrario que la mayor parte de la obra, no es producto de un momento y una circunstancia, no es producto de una memoria precisa ni una anécdota, sino que Ribeyro lo estuvo escribiendo, tal vez sin saberlo, toda su vida. El narrador del cuento es un hombre que se parece extraordinariamente a Ribeyro: ha vivido en las mismas ciudades, ha trabajado en las mismas agencias de prensa, ha publicado un libro de cuentos con el título Los gallinazos sin plumas. Un buen día, decide contarnos su larga relación con el tabaco. Su registro, su fraseo, es el de las memorias personales, diríamos el de las confesiones.
«Sólo para fumadores» se publicó en 1987. Recordar a Borges en su ensayo sobre la poesía gauchesca: «Es fama que le preguntaron a Whistler cuánto tiempo había requerido para pintar uno de sus Nocturnos, y que respondió: “Toda mi vida”». «Sólo para fumadores» como Nocturnos para Ribeyro. Empiezo a leer el diario en función de este cuento: busco pistas, orígenes, aprendizajes técnicos, lo que sea. No encuentro gran cosa. Pero en el hotel leo la anotación del 13 de enero de 1962: «Cuando tenía doce años me decía: algún día seré grande, fumaré y me pasaré las noches en un escritorio, escribiendo. Ahora ya soy un hombre, estoy fumando, sentado en un escritorio, escribiendo, y me digo: cuando tenía doce años era un perfecto imbécil».



9.

Nuevas exploraciones sobre «Sólo para fumadores». Regreso a 1955, donde Ribeyro, atribulado por las pocas páginas de su novela, escribe: «El peligro, sin embargo, es que ellas se están desarrollando por las vías de la autobiografía. No puedo eludir, como sí lo consigo en el cuento, mis propias experiencias». Regreso aún más, a 1954 y al prólogo de Los gallinazos sin plumas, donde Ribeyro definía el cuento como un fragmento por oposición a un resumen. «Sólo para fumadores» se me presenta, en la obra de Ribeyro, como una gigantesca contradicción, como una defenestración de sus posiciones más arraigadas. Es un resumen, no un fragmento; y es voluntaria, intensa, descaradamente autobiográfico. En el cuento, Ribeyro desecha todas sus lealtades (para con Maupassant, para con Chéjov). ¿Pero cómo llegó a hacerlo?
En mayo de 1967, veinte años antes de publicar el cuento, anota: «Desde hace meses, lo que necesito es sintonizar ese flujo verbal que vive soterradamente en mí, pero que constantemente se pierde o es interferido por ondas parásitas. Se trata de una voz, de un tono fundamental, que es el que dará a todo lo mío su coloración definitiva. Ese tono se acerca un poco a lo subjetivo, lo arbitrario, lo personal». Y luego: «Quizás ésa sea mi verdadera voz. ¡Pero también hay otras! Es como si existiera en mí no uno sino varios escritores que pugnaran por expresarse, que quieren hacerlo todos al mismo tiempo, pero que no logran a la postre más que asomar un brazo, una pierna, la nariz o la oreja, alternativamente, en desorden, abigarrados y un poco grotescos».
Palabras que me interesan: subjetivo, arbitrario, personal. Confrontar con la poética predominante en los demás cuentos: impersonal, rigurosa, radicalmente objetiva.

10.

Ribeyro y el boom. En 1970 escribe: «Creo que en la literatura latinoamericana hay una tendencia a sobrevalorar la técnica narrativa». «La modernidad no reside en los recursos que se emplean para escribir, sino en la forma como se aprehende la realidad. Un escritor que sigue pensando como hace cincuenta años será un escritor caduco aunque eche mano a todos los recursos inventados por Joyce, Faulkner y Robbe-Grillet juntos». Días después, Ribeyro lee las reseñas sobre ciertas novelas que son un fresco de determinada sociedad en determinado momento histórico. Las lee con envidia y nostalgia, porque se siente incapaz de escribir algo así. «Yo he pasado siempre al lado de la Historia y he penetrado en la vida por puertas más pequeñas y disimuladas como pueden ser la aventura privada o la anécdota». No puedo no pensar que en las dos anotaciones, el comentario sobre la técnica y el comentario sobre los frescos históricos, hay una cierta melancolía. En los últimos ocho años se han publicado La muerte de Artemio Cruz, Rayuela, Cien años de soledad, Tres tristes tigres, Conversación en La Catedral. El tren del boom estaba pasando junto a Ribeyro, llegó incluso a detenerse en su estación, pero Ribeyro, de pie en el andén, decidió no subirse. Ribeyro como versión imprecisa de Bartleby, que, ante los grandes macrorrelatos modernistas de sus colegas, se agacha junto a sus pequeños personajes, junto a sus técnicas decimonónicas, y dice: «Preferiría no hacerlo».



11.

1971 y 1972 son años más bien sosos para Ribeyro, por lo menos a juzgar por las poquísimas anotaciones. (Quizás sean todo lo contrario: años tan activos que no tenía ni tiempo de acercarse al diario.)
Pero el 4 de enero de 1973 recibe la noticia de que lo tienen que operar. «El médico me habla de una úlcera subcardial que ha cicatrizado mal y me obstruye el esófago», escribe. Las operaciones se repiten, el dolor y los malestares no cesan a lo largo de los meses siguientes. Ribeyro come mal y vomita lo que come, baja violentamente de peso (en julio del 74, en vísperas de un viaje a Roma, ha llegado a los 46 kilos), ha comenzado a orinar sangre. De vez en cuando escribe. No sólo escribe, sino que algo en su manera de percibir la escritura ha comenzado a cambiar. El 26 de septiembre: «Pasé hoy en limpio mi cuento “El polvo del saber”, el segundo que escribo en el curso del año». Y lo describe así: «Más que cuento, relato autobiográfico, sin intriga, dentro de la línea de “El ropero, los viejos y la muerte”. Cada vez más me oriento por esta vía, cuyos antecedentes son “Los eucaliptos”, “Página de un diario”, “Por las azoteas”. Relatos tal vez demasiado personales, que mis críticos no aprecian, pero que para mí tienen un encanto particular».
Esta entrada, me parece, marca un antes y un después en la cuentística de Ribeyro. Todos los cuentos mencionados tienen un ingrediente en común: algo que se puede llamar nostalgia, o recuperación; algo que comienza a hacer las preguntas que Ribeyro no se ha hecho hasta ahora: quién soy, de dónde vengo, qué he hecho con mi vida. En «El polvo del saber» la angustia del pasado y de su peso sobre nosotros es más que explícita. En el ropero del cuento hay un espejo, y el padre de Ribeyro se mira en el espejo diciendo: «Cuántas veces vi mirarse allí a mi padre, don Julio Ribeyro y Benites». El cuento es un curioso homenaje de Ribeyro a la memoria de su padre y de sus antepasados. En cada página, en cada línea, está el miedo a la muerte, que ahora Ribeyro ha comenzado a sentir en carne propia. El 16 de enero de 1975, su mujer le confiesa que no era de una úlcera de lo que lo operaron dos años antes, sino de un cáncer. De aquí en adelante Ribeyro efectuará un viaje sin regreso al interior de sí mismo.



12.

Y mientras eso sucede, o quizás precisamente como consecuencia de que eso suceda, Ribeyro va descubriendo su lugar en la literatura latinoamericana. «Comprendo ahora con mayor claridad que lo que le resta audiencia y repercusión a mi obra literaria es su carácter antiépico, cuando el grueso de los lectores de narrativa anhelan la epopeya. Todo ello se encuentra en García Márquez, Asturias, Rulfo, Vargas Llosa, Arguedas, etc. Y el mundo de mis libros, hélas, es un mundo más bien sórdido, defectista, donde no ocurre nada grandioso, poblado por pequeños personajes desdichados, sin energía, individualistas y marginados, que viven fuera de la historia, de la naturaleza y la comunidad». ¿Qué hace Ribeyro al descubrir las razones de su estatus? ¿Intenta remediarlas? ¿Terminar una de las varias novelas que tiene empezadas, una de ellas sobre Atusparia, el indio peruano que lideró una revolución hacia 1885? No. Ribeyro escribe «Silvio en El Rosedal», cuento cuyo protagonista se pasa los días buscando el significado de su antiépica vida en una hacienda remota del campo peruano. Cuando lo termina, anota en su diario: «Tendré que dárselo a un lector de plena confianza para que me diga si al fin he logrado expresar, sin recurrir a la confidencia, lo que guardo en mí».
Expresar lo que guardo en mí. Ya Ribeyro ha perdido cualquier reticencia frente a la utilización de la ficción como examen de sí mismo. Estamos lejos, muy lejos, del realismo social. Estamos cerca, cada vez más cerca, de «Sólo para fumadores».

13.

El diario de Ribeyro se interrumpe el 30 de diciembre de 1978. Esos últimos años están marcados por la enfermedad: cada cumpleaños, Ribeyro se pregunta cuánto le queda antes de morir, anota el caso de algún conocido que ya ha muerto de una enfermedad similar, se pregunta si él será la excepción a la regla. En agosto del 77, después de escribirle una carta a Bryce Echenique, comienza a tomar notas para un proyecto distinto a lo que ha hecho hasta ahora: una descripción de su enfermedad, «comenzando por el principio, es decir, por el año 1952». No dudo de que es en este momento que empieza a tomar cuerpo narrativo esa larga descripción, no de una enfermedad sino de un vicio y sus consecuencias, que es «Sólo para fumadores». Pero a pesar de eso, su melancolía es cada vez mayor, es cada vez mayor su derrotismo. «Todos o casi todos los escritores de mi generación han escrito su gran libro narrativo, que condensa su saber, su experiencia, su técnica, su concepción del mundo y de la literatura». Menciona La casa verde de Vargas Llosa, Terra Nostra de Carlos Fuentes, Cien años de soledad de García Márquez. Y luego se fija en sí mismo, como si se mirara al espejo de «El ropero, los viejos y la muerte», y escribe: «Nada importante he hecho, tres novelitas, cada vez menos convincentes, casi un centenar de cuentos y otras cosas menores. Nada de eso me permitirá permanecer, durar. Jugador de tercera división, algunos me vieron alguna vez hacer una jugada maestra y meter un magnífico gol. Algunos, después, me olvidaron». El tren del boom había pasado de largo, y Ribeyro lo había visto de cerca, tan de cerca que hubiera podido tocarlo. Hoy, sábado 7 de octubre de 2006, he tenido que ir a casa de Pere Sureda para ver las primeras ediciones españolas de las novelas, que ya no se consiguen. Pero los cuentos están vivos, muy vivos. La generosidad en medio del dolor, las pequeñas desgracias íntimas de esos hombres y mujeres, y sobre todo esa voz, esa voz que Ribeyro encontró mediante una mezcla de nostalgia, conciencia de la muerte y profunda honestidad, esa voz, digo, está muy viva. Ribeyro murió el 4 de diciembre de 1994, en el Hospital de Enfermedades Neoplásicas de Lima. No alcanzó a llegar a París; murió un año y medio antes de que yo llegara –persiguiendo el mito latinoamericano de Vargas Llosa y Cortázar y García Márquez, no el de Ribeyro–, así que nunca pude conocerlo. Pero hoy, por la noche, en mi casa de Barcelona, releo el diario y me topo con la frase que le habría dicho a Ribeyro si hubiera podido hablar con él: «Escribir es inventar un autor a la medida de nuestro gusto».





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