En la poética hoguera de las vanidades



Ser un artista de verdad, es decir, cultivar tu talento con exigencia, poner a prueba los límites de la palabra, explorar diversos campos (el cine, la literatura, la música, la ciencia, por ejemplo), es no un deber sino una obligación en quienes se dedican, por ejemplo, a la poesía. Pero existen ciertos factores que afectan al poeta, factores externos y de formación que terminan deformando su esencia, incluso corrompiendo su alma. De un tiempo a esta parte he visto a muchos “poetas” publicar un libro, ver cómo sus “amigos” comentan la genialidad de sus versos mientras beben incansablemente, sabiéndose malditos, supongo, o imaginando un nuevo libro con cada calada de hierba, libro que, por cierto, tal vez no llegue jamás. Y es justo en este medio, rodeado de adulones e hipócritas interesados, que el “poeta” o aspirante a serlo, se pierde, irremediablemente, en el infierno de la soberbia y la vanidad. Creen que de tanto repetirse que son genios, llegarán a serlo. Pocos son aquellos que frecuentan el cine, escuchan buena música o realmente leen lo que dicen que leen, y basan su talento en perpetrar versos sin sentido, leyéndolos con engolada voz, para darle profundidad a algo que al momento de nacer, ya estaba muerto. Creen que cualquier cosa que escriben es arte puro, que cada comentario de un amigo sobre su obra es una reafirmación de su talento, necesitan siempre de esa afirmación del otro sobre algo propio, y confunden su posición y su rol en el medio: de tanto estar vendiendo hamburguesas tras un mostrador, llegan a creer que son los dueños del Burguer King. Y llegan al punto de creer que su amistad es un regalo del cielo que el beneficiario tiene que agradecer de rodillas y con los brazos estirados al cielo. Buscan hacerse de una publicación para, desde ese gueto periódico, creer que ostentan algún tipo de poder, que deciden la suerte y el destino de los demás, como si a los demás les importase siquiera el ver su nombre impreso. Planean venganzas que nunca concretan, dicen cerrar puertas que no existen al futuro de alguien, Sacrifican amistades y proyectos en la consolidación de su ascenso imaginario, de su poder inexistente, se convierten penosamente en vendedores de cebo de culebra. Y cuando lo notan ya es demasiado tarde. Hacen de un evento más un hito histórico en su memoria, exacerban sus propuestas y deliran de grandeza. En medio de esa hoguera de la vanidad y la soberbia, no notan que su arte murió cuando empezaron a hacerle caso a las voces aduladoras, y que se necesita más que manías excéntricas y poses de divo, para inscribir su nombre en la eternidad.


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