El día del amor en el año del fin del mundo


La noche de ayer, luego de haber colgado en el facebook mi diatriba en dibujos animados sobre el día de San Valentín, quedé atrapado al borde de la medianoche entre los pisos 2 y 3 de un edificio de 12 pisos por culpa del temblor que hizo salir a Lima y balnearios a las calles (o mínimo a sus ventanas). 10 segundos, nada más, y el vaivén de aquella caja metálica, como un ataúd iluminado y lleno de botones cayendo nadie sabe a dónde pero tronando en sus paredes, hubieran sido el peor lugar donde me hubiera gustado terminar. Claro, es tremendista, pero a ver quédense atrapados en un ascensor mientras dura el temblor, a ver...
En fin, apenas la caja dejó de temblar, vi que un intersticio de luz asomaba entre aquellas metálicas hojas que separaban el aire fresco y libre, de la habitación del pánico en que me encontraba. Y antes que mis desesperadas uñas empezaran a arañar la pintura epócsica, vi que la vecina temblaba del otro lado (entiéndase en el pasillo del primer piso). Como es obvio salí con el mayor aplomo, respiré profundamente, miré por sobre mis hombros (1.65 cm, entiendan, no es ser bajito sino "standard") y dije con gruesa voz de conductor radial para secretarias: tranquila, tranquila, acá no se muere nadie. Y en ese mismo instante apareció el esposo (no lo sabía hasta ese momento) y la abrazó y me sentí como el policía que consolaba tan tiernamente a aquella asustada y guapa muchacha de la agencia del Banco Continental luego del secuestro en Gamarra ¿recuerdan?
Mientras la tierra temblaba nuevamente pero con menor intensidad, salí ya vindo rutas de escape y encendiendo el primer Lucky Rojo del día (créanme, ando intentando fumar menos), y caí en que era la segunda vez en dos semanas que la tierra temblaba, pero esta vez me agarró dentro de un ascensor y tal vez fuera entonces una señal del cielo anunciando a la parca.
Extrañamente, mientras pensaba en esto y mientras el cigarrillo me consumía entre mis dedos, recordé los amores que me consumieron la vida. Y recordé, sobretodo, algo que escribió Martín Adán y que, aunque en desorden y de nacionalidades diferentes, se asemeja mucho a mi breve pero intensa vida amorosa (o pequeño pero significativo, como se dice bien peruanamente), y hoy que es 14 de febrero, pues viene a pelo (casi literalmente) y dice así:

"Mi primer amor tenía doce años y las uñas negras. Mi alma rusa de entonces, en aquel pueblecito de once mil almas y cura publicista, amparó la soledad de la muchacha más fea con un amor grave, social, sombrío, que era como una penumbra de sesión de congreso internacional obrero. Mi amor era vasto, oscuro, lento, con barbas, anteojos y carteras, con incidentes súbitos, con doce idiomas, con acecho de la policía, con problemas de muchos lados. Ella me decía, al ponerse en sexo: Eres un socialista. Y su almita de educanda de monjas europeas se abría como un devocionario íntimo por la parte que trata del pecado mortal.
Mi segundo amor tenía quince años de edad. Una llorona con la dentadura perdida, con trenzas de cáñamo, con pecas en todo el cuerpo, sin familia, sin ideas, demasiado futura, excesivamente femenina... Fui rival de un muñeco de trapo y celuloide que no hacía sino reirse de mí con una bocaza pilluela y estúpida. Tuve que entender un sinfín de cosas perfectamente ininteligibles. Tuve que decir un sinfín de cosas perfectamente indecibles. Tuve que salir bien en los exámenes, con veinte - nota sospechosa, vergonzona, ridícula: una gallina delante de un huevo-. Tuve que verla a ella mimar a sus muñecas. Tuve que oirla llorar por mí. Tuve que chupar caramelos de todos los colores y sabores. Mi segundo amor me abandonó como en un tango: Un malevo...
Mi tercer amor tenía los ojos lindos, y las piernas muy coquetas, casi cocotas. Hubo que leer a Fray Luis de León y a Carolina Ivernizzio. Peregrina muchacha... no sé por qué se enamoró de mí. Me consolé de su decisión irrevocable de ser amiga mía después de haber sido casi mi amante, con las doce faltas de ortografía de su última carta.
Mi cuarto amor fue Catita.
Mi quinto amor fue una muchacha sucia con quien pequé casi en la noche, casi en el mar. El recuerdo de ella huele como ella olía, a sombra de cinema, a perro mojado, a ropa interior, a repostería, a pan caliente, olores superpuestos y, en sí mismos, individualmente, casi desagradables, como las capas de las tortas, jenjibre, merengue, etcétera. La suma de olores hacía de ella una verdadera tentación de seminarista. Sucia, sucia, sucia... Mi primer pecado mortal...".




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