Capa, hijo de Caissa
Por: Guillermo Cabrera Infante
«¿A dónde vas tan de prisa?»
«Al café de Flore, Echan una partida Céline y Henry Miller»
«¡Bah! Escritores menores»
«Pero es que juegan contra Capablanca»
«¿A qué esperamos?»
La primera vez que vi a Capablanca fue la última.
Mi madre me llevó a verlo. Mi madre, tengo que decirlo, no
tenía idea de lo que era el ajedrez pero sí sabía quién era Capablanca. Una
tarde casi a primera noche nos arrastró a mi hermano y a mí a ver a Capablanca.
Salimos después de comer y llegamos a nuestro destino, el Capitolio Nacional,
cuando casi era de noche. El enorme edificio blanco estaba iluminado para una
fiesta, a la que íbamos. Subimos la alta, ancha escalinata de granito hasta el
salón de los Pasos Perdidos (buen nombre, lástima. que fuera prestado) y allí
en medio estaba Capablanca en su posición de eminente jugador de ajedrez que ha
sufrido un jaque mate. Cuando nos acercamos, con reverencia, pude ver todo lo
que se podía ver de Capablanca: sólo su rostro. Estaba terriblemente pálido,
gris más bien y en la nariz y en los oídos tenía torpes tapones de algodón.
Capablanca se veía inmóvil y sin edad: estaba muerto, era evidente, aunque era
un inmortal.
El catafalco, palabra nueva, quedaba justo encima del
diamante en el centro del enorme salón donde se perdían nuestros pasos. En
medio del medio, central, estaba el diamante, protegido por un grueso cristal
que aseguraba su posesión y al mismo tiempo aumentaba su tamaño y su valor. El
diamante aparecía como muchas mujeres, a la vez atractivo e inaccesible. Era,
lo han adivinado, una versión cubana del colosal Kohinoor que Raffles, sus
manos de seda nunca sobre la piedra trunca, soñó con robar. El diamante,
además, no sólo era una piedra preciosa sino un mojón miliar: marcaba el
kilómetro cero de la carretera central, por orden del general Gerardo Machado,
tirano de turno. Ahora, joya sobre joya, el ataúd en que descansaba Capablanca,
su estuche, se posaba, pesado, con su carga preciosa sobre el duro diamante
popular y la acumulación de riquezas era casi insoportable para un niño que
trataba de comprender qué significaba tanta veneración. Mi madre, una loca por
la cultura, dijo definitiva: «Es una gloria de Cuba». No dijo fue sino es.
Capablanca es.
La vida de Capablanca comienza donde empieza el ajedrez.
Su juego es su vida.
Jugadores de ajedrez, ¡apártense!
José Raúl Capablanca y Graupera nació en La Habana el 18 de
noviembre de 1888, hijo de un militar español y de una dama catalana. Acaban de
cumplirse pues cien años de su nacimiento. Como dijo el gran Golombek: «Todo en
Capablanca fue legendario, excepto que por supuesto se sabe que nació». Según
cuenta la leyenda, a los cuatro años Capa (su apodo favorito) se burló de su
padre que jugaba al ajedrez porque hizo uso ilegal de un caballo. No se refería
Capita a un «animal solípedo que se domestica con facilidad y es útil al
hombre» (y a veces a la mujer también, aunque el Real Diccionario de la Real
Academia no lo especifica), sino a la pieza de ajedrez que se llama caballero
(knight) en inglés y saltarín (Springer) en alemán. Nunca nadie dio lecciones de
ajedrez al precoz jugador.
La versión de Capablanca: «No tenía cinco años todavía
cuando, por accidente, entré a la oficina de mi padre y lo encontré jugando con
otra persona. No había visto nunca un juego de ajedrez: las piezas me
interesaron y al día siguiente volví a verlos jugar. Al tercer día, mientras
miraba, mi padre, muy pobre en las aperturas, movió un caballo de un escaque
blanco a otro del mismo color. Aparentemente su oponente, que no era mejor, no
se dio cuenta. Mi padre ganó y yo le dije que era un tramposo y me reí de él.
Después de un regaño casi me sacó de la habitación, 'pero le pude mostrar lo
que había hecho. Mi padre me preguntó qué sabía yo de ajedrez. Le contesté que
lo suficiente para derrotado: me dijo que era imposible, considerando que ni
siquiera sabía colocar las piezas. Probamos con las conclusiones y yo gané. Así
empecé».
Capablanca, padre, entre otros, se quedó mudo de asombro y
luego clamoroso de entusiasmo. Pepito, así lo llamaba su madre, derrotó a su
padre, primero, a los amigos de su padre después y, aunque se le prohibió que
jugara en público, a los once años derrotó al futuro campeón de Cuba, Juan
Corzo, que en un curso es recurso aparece en todas las historias de ajedrez sin
haber ganado sino perdido. «Capa bate a Corzo» es, en efecto, una de las
partidas más memorables completadas por un niño prodigio y los dos, como
Napoleón y Wellington, hicieron historia al ganar y al ser derrotados.
Capa blanca fue un sobreviviente desde niño: otro hermano
murió muy joven. La trama que quiere que el ajedrez tenga una motivación
edípica (advenedizo mata al rey) queda aquí coja. Fue el hermano mayor muerto
el que debió retar al padre. Capablanca deviene un Edipolipo.
La teoría freudiana que explica el ajedrez en términos del
complejo de Edipo (que no es, Edipo Rey, más que una obra de teatro griega con
poco público) siempre me ha parecido freudulenta. Sin embargo es cierto que
Capablanca aprendió solo a jugar ajedrez sólo para vencer a su padre -y lo ha
conseguido. El verdadero Capablanca, el viejo, ha sido obliterado hasta el
olvido. Cuando se dice Capablanca todos pensamos en el jugador al que se
conocía como la «máquina de jugar ajedrez».
Cuatro meses después de derrotar a Corzo, que era ahora
campeón nacional, Capablanca participa en el primer campeonato cubano y queda
en cuarto lugar. Corzo alienta a Capa para que se haga jugador profesional,
pero papá dice que no. Corzo sin embargo vive lo suficiente para ver a
Capablanca coronado campeón internacional del juego de los reyes y los peones,
y muere sólo cuatro años antes que Capa. Un industrial cubano (ya en Cuba
republicana) se ofrece a costear la educación del joven maestro. Capablanca se
enrola en la Universidad de Columbia que queda, afortunadamente para él, en
Nueva York, donde también está el Club de Ajedrez de Manhattan. Allí pasa Capa
el tiempo que le dejan libre las muchachas de Manhattan.
En el Club de Ajedrez es donde el prodigio que se hizo amateur
en Nueva York fue profesional: Capablanca from Havana. Aquí fue donde
Capablanca se llamó Capa, nombre que le divertía porque era más corto que el
propio y lo hacía, como jugador, el igual del personaje de Chaucer que sonreía
pero llevaba una daga bajo la capa. Capa tenía debajo un alfil o su pieza
preferida, el peón envenenado. Aquí jugó cientos de juegos con los principales
jugadores de Nueva York. Fue aquí donde jugó también contra Lasker, Mr.
Emanuel, el campeón mundial de origen alemán, de origen judío y a quien muchos
señalan como el mejor jugador de todos los tiempos –un poco por debajo" de
Capablanca. El trío del terror está compuesto de hecho por Capablanca, Lasker y
Paul Morphy (1837-1884), el sureño que temía tener sangre negra: una tragedia
americana.
Fischer pudo haber completado la tríada, pero su brillante
triunfo sobre Boris Spassky en Reikiavik en 1972 quedó borrado por su demencia
juvenil de la que nunca sanó.
Fischer, fanático anticomunista, es curioso, no padecía del
complejo de Edipo: jugaba, literalmente, contra su madre que era tan comunista
que la llamaban la ReinaRoja.
En el Club de Ajedrez de Manhattan, Capablanca intimó con
uno de los grandes jugadores americanos, Frank Marshall, a quien derrotaría
decisivamente en 1909. Capablanca tenía veintiún años, Marshall treinta y tres.
Marshall relata la ocasión en que un muy aburrido Capablanca, jugando en su
contra, cabeceó más de una vez. Con un sentido del humor muchas veces ausente
del tablero, contó Marshall: «Cometí el peor movimiento del juego: desperté a
Capablanca». Capa ejecutó un jaque mate fulminante.
Capablanca se hizo un maestro del zugzwang que es mejor que
maestro del zen. El zugzwang indica en alemán la posición en que el jugador
obtiene un resultado peor (Pace Marshall) si le toca mover una pieza que si no
le toca. Capa, el bien parecido, el elegante, el urbano se sonreía observando
la cara de su contrincante cuando producía lo que parecía un zigzag y era un
zugzwang.
Hubo un jugador llamado Johann Hermann Zukertort que se
enfurecía cuando le traducían su apellido.
Todos le llamaban Torta de Azúcar. Capa no se molestaba
cuando en Nueva York, cosas de colegiales, lo llamaban White Cloak. Era, claro,
el disfraz del lobo cuando visitaba a Caperucita en invierno. Pero cuando
empezaba a funcionar el mudo motor de sus células grises, lo comparaban con la
eficiencia silente de un Rolls Royce en marcha.
En sus días de estudiante (no de ajedrez, que nació
"'sabiéndolo: por eso le llamaron el «Mozart del ajedrez») Capablanca
jugaría más de una vez con Lasker. Ninguno de los dos sabía que Capablanca
arrebataría a Lasker la reina y la corona. En el ajedrez no se intuye sino se
sabe, como en una ciencia exacta, qué va a ocurrir muchas movidas más tarde. El
ajedrez es un juego autista. Lo saben los espectadores sentados frente a la
doble muralla invisible. Lo saben los jugadores encastillados en la defensa y
la ofensa. Círculos concéntricos del ejercicio mental hecho juego, muchas veces
la partida termina en el jaque de la locura. Al juego de Bobby Fischer, el
único candidato a la corona eterna de Capablanca, lo han llamado «maniobras
lunáticas». Fischer nunca estuvo loco, ni siquiera ahora en que se ha
convertido en la Greta Garbo del juego. Pero hay casos de genuina locura.
Como la paranoia patética de Paul Morphy, que fue el primer
campeón moderno, cuyos paseos solitarios y sombríos tenían por escenario la
vieja Nueva Orleáns que lo vio nacer. Morphy fue un apestado social en
Inglaterra y celebrado en Francia. En París le ganó al duque de Brunswick
jugando junto con el conde Vauvenargues en el palco del duque en la ópera, en
el intermedio de la puesta en escena de El barbero de Sevilla. Fígaro aquí,
Fígaro allá.
José Capablanca, a los 10 años, en 1898,
realizando una sesión de simultánea en el Club de ajedrez de
La Habana.
Capablanca jugaba con tal velocidad que en el famoso torneo
por el campeonato, celebrado en La Habana, Lasker, su oponente, se quejó de que
el reloj Timer de Capablanca había sido arreglado por los cubanos para que
corriera más lento. Pero durante el torneo Capablanca perdió siete kilos.
Capablanca solía decir: «Hubo un momento en mi vida en que estuve muy cerca de
creer que no podía perder un juego». Lasker, siempre generoso, cuando
Capablanca entró en el torneo de Nueva York de 1924, declaró: «Capablanca podía
descansar en un récord que nadie había conseguido nunca ni nadie igualará
después. En diez años había jugado noventa y nueve torneos y juegos decisivos y
¡perdido sólo un juego!» Como los apaches según Miguel Inclán, Capablanca era
un hombre orgulloso. Cuando estaba a punto de perder un juego contra Marshall
en La Habana en 1913, partida sin importancia, hizo que el alcalde de la ciudad
en que nació vaciara el salón de juego antes de admitir la derrota. Sin
embargo, cuando perdió tan extraña y sorpresivamente contra Alejin en Buenos
Aires en 1927, se asegura que la noche del juego decisivo estuvo bailando tango
tras tango con una belleza local. (A Capablanca, como a Borges, le gustaban las
argentinas.) Dice Alexander Coburn, comentarista inglés: «Uno de los aspectos
más interesantes de la personalidad de Capablanca es que, como a ningún maestro
antes, le interesaban mucho las mujeres».
Es verdad. Capa, hijo de Caissa (Caissa es la diosa del
ajedrez y su musa no sumisa), estaba más interesado en el juego con las mujeres
que en el ajedrez. En un torneo celebrado en Londres, antes de perder el
campeonato, fue convidado con Alejin, que entonces posaba de ser su mejor
amigo, al music hall que adornaban las famosas Bluebell Girls (todas altas,
todas rubias, todas piernas) y todo el tiempo que duró el espectáculo, Alejin
no dejó de consultar su ajedrez de bolsillo, mientras Capablanca era todo ojos
al escenario. ¡Cuidado con la dama! Es la pieza más peligrosa del juego.
Al ser preguntado por el sexo, propio o ajeno, Bobby Fischer
respondió: «Prefiero jugar al ajedrez». A Alejin, por su parte, no le
interesaba más que estudiar a Capablanca, su juego, su rejuego. Estuvo, según
confesión propia, trece años estudiando al campeón de cerca. Esa noche en
Londres lo estudiaba todavía y anotó críptico en su diario: «It takes two to
tango».
Capa permaneció en los Estados Unidos durante la Primera
Guerra Mundial, jugando, y se escribía sobre asuntos de ajedrez (¿de qué otra
cosa?) con el campeón Lasker, ciudadano alemán y judío patriota. Un día de 1918
vinieron a visitado dos discretos caballeros de Washington. Eran del servicio
de contrainteligencia que investigaban su correspondencia extranjera, llena de
extraños símbolos: 1OBXe7 Qxe7 110-0 NXC3 12RXC3 e5. «¿Qué clave es ésta?» Muy
serio, Capablanca respondió: «Son símbolos para una maniobra de liberación».
«¿Cómo?», dijeron los dos agentes al unísono. Capa a carcajadas escapa: «Son
signos del ajedrez, una convención internacional». Después de explicaciones y
ejemplos con el auxilio de un tablero y varias fichas, los policías
comprendieron. «¡Ah, es como las damas!» «¡Efectivamente –dijo Capa–, como las
damas pero con caballeros!» Capablanca se dio cuenta de que la contrainteligencia
es lo contrario de la inteligencia. Y sin embargo, sin embargo: Emanuel Lasker
había ya inventado un tanque de guerra para el enemigo que era todavía su
amigo.
Morphy, que se llamaba Morfeo pero no podía dormir, antes de
entrar al primer círculo de la espiral de la locura, laberinto sin Dédalo,
estuvo en 1864 en La Habana, «que ya era centro del ajedrez», para dar varias
exhibiciones con los ojos vendados. El resto fue el ensordecedor silencio de la
mente del jugador en una partida que no cesa.
Capablanca, que jamás imaginó la presión social sobre su
sanidad mental que sufrió Morphy, se comportó siempre por encima de los pares y
los nones que lo creían un aristócrata español. En Londres lo tenían por un
hombre frío cuando sólo era calmo: cool not cold*.
Según Gerald Abraham en La mente del ajedrez, Capablanca
«poseía un juicio calculado para prevenirle de perder el control mental». Dice
George Steiner en su ensayo White Knights of Reykjavik, sobre el combate Bobby
Fischer-Boris Spassky: «Más que ningún otro maestro (Capablanca) pudo ver la
armazón exacta de la pura lógica».
Parecía tener, añade, «la apretada dirección que tienen las
computadoras que juegan al ajedrez». Capablanca, según Steiner, todavía «tenía
la monotonía de la perfección».
* En una ocasión el campeón, nonchalant, se apareció a
reanudar una partida interrumpida ¡vestido para jugar al tenis y con una
raqueta en la mano! Era que había hecho cita con una damita de sociedad adicta
al juego de la pelota.
Capablanca, Steiner dixit, ganó una famosa partida al eterno
Lasker «con impecable rigor» y en cincuenta y una calladas movidas consiguió
que «un peón avance hasta la fila final para ser coronado reina», en el más
peligroso travesti del juego: para el peón es morir después de reinar.
Capablanca, ahora, pareció por un momento lamentar que su
viejo amigo Lasker perdiera una partida que tenía ya ganada y no se movió de su
asiento sobre el tablero ni cuando retumbaron los aplausos. Su actitud durante
el juego, después del juego, era bien diferente a la de Bobby Fischer. Así
describe el International Herald Tribune a Fischer, jugando por el campeonato
mundial de Reikiavik, Islandia, en julio de 1972: «Fischer no se está nunca
quieto y continuamente da vueltas en redondo sobre su silla giratoria especial
(que le costó $470). Mientras Spassky se sume en una meditación profunda sobre
el siguiente movimiento, Fischer se come las uñas, se saca los mocos y se
limpia los oídos entre movida y movida».
Fischer, que con su estatura, sus excentricidades y su
adicción a los cómics fue el Howard Hughes del juego ciencia más que de la
ciencia del juego, no jugaba ajedrez sino que practicaba continuos ejercicios
de anulación de la personalidad del contrincante. Capablanca era la gentileza,
la seguridad y la absoluta convicción de que el juego era suyo: el ajedrez se
había inventado para él. Caissa lo hizo. Sin embargo, más que con aquel
indeciso de Morphy (en su cara se veía siempre la sombra de una duda por más
que se afeitase), demente, delirante, se compara a menudo a Capablanca con
Fischer. Sería el caso de dos hermanos gemelos unidos por un tablero, pero,
como las piezas, uno blanco y otro negro.
Como final analogía de contrarios, se ha imaginado una
partida única para resolver (palabra clave en el juego) el último problema de
ajedrez. ¿Podría Fischer haber derrotado a Capablanca? Fischer buscó siempre
demoler a su oponente, física y mentalmente. La única manera en que Fischer
habría podido acabar con Capablanca sería que aprovechara cuando Capa apretara
el botón de su Tlffier para hacer desfilar a espaldas de Fischer coristas,
modelos y stripteasers con que distraer el ojo desnudo del cubano.
Capablanca podría, en revancha, recordarle a Fischer a su
madre, la bestia negra que era, para su hijo, roja como la plaza donde están
las altas torres del Kremlin.
Capablanca fue acusado muchas veces de fácil porque el juego
le era tan fácil como a Mozart la música.
Era una suerte de respiración. También lo llamaron haragán
otras veces, como a Rossini. Cuando el joven Gioacchino, que siempre componía
en la cama por miedo al frío (como Capablanca, Rossini padecía de frío
incoercible), de donde se levantaba tarde o no se levantaba, vio caer al suelo
una de las hojas, de su Barbero, no se molestó en bajar de la cama ni a
perturbar las otras páginas, sino que la escribió de nuevo. Ésta es la mejor
parte de su «Obertura». Capablanca, por su arte, no estudió una apertura en su
vida.
Dijeron que Capa era un incurable mujeriego como si
padeciera una enfermedad venérea. «Como cubano al fin», dijo Alejin, que se
había casado cuatro veces, les pegaba a sus mujeres y bebía hasta aparecerse
borracho a jugar en un torneo importante. Ese hábito que no hace un monje le
costó el campeonato mundial en 1935. Antisemita hasta el punto de escribir
artículos difamando a los judíos en el ajedrez, publicados en la prensa nazi
durante la ocupación de Francia, padecía agudos ataques de violencia, como
cuando, al perder una partida fácil, destruyó los muebles de su habitación de
hotel en Pskov.
Pero Alejin fue el primer gran jugador de ajedrez ruso sin
las trampas soviéticas de Stalin. Hoy tiene un torneo en su nombre en la Unión
Soviética y las autoridades rusas han intentado varias veces llevarse a Moscú
sus restos que descansan (si es que pueden) en el cementerio de Pere Lachaise
en París. Sobre su tumba hay un busto idealizado del jugador, abajo hay un
tablero de ajedrez y en el medio una inscripción en bronce que exalta la
memoria de un gran jugador que fue también un miserable.
Alejin fue el Salieri de Capablanca. Después de la
inesperada, increíble derrota del cubano de manos del ruso blanco en Buenos
Aires en 1927, Alejin se negó sistemáticamente a conceder a Capablanca la
revancha por el campeonato mundial (entonces las reglas del juego eran
diferentes) y aunque prometió hacerlo muchas veces, nunca cumplió.
Como ironía y jaque mate, Alejin perdió e! campeonato
mundial a manos del soso y serio Max Euwe. En 1937, sin embargo, Euwe, holandés
cabal, le dio a Alejin una lección de caballerosidad (por demás inútil) y le
concedió una revancha ancha. El torneo no le sirvió de nada a Euwe que fue
derrotado de mala manera. Como dice de Alejin Richard Eales en The History of a
Game: «El contraste de su comportamiento con Capablanca fue francamente obvio».
Las relaciones entre Capablanca y Alejin llegaron a ser tan
malas que Capablanca se negaba a participar en torneos internacionales si tenía
que jugar con Alejin. Capa tenía en las blancas su nombre, pero Alejin decidió
jugar con las negras hasta el final. En 1940, viviendo en la Francia ocupada,
Alejin (a quien mi madre llamaba «un verdadero villano») pidió permiso para
emigrar a Cuba y prometió que, si lo admitían en la isla, jugaría contra
Capablanca por el campeonato mundial. Batista, gran amigo de la Unión Soviética
entonces, era el presidente de Cuba y le negó el permiso. Ironías del tablero,
poco después de su muerte, Stalin decidió considerar a Alejin una gloria rusa.
La carta de renuncia de Capablanca a Alejin es uno de los
documentos más elocuentes de la historia del ajedrez. «Cher Monsieur Alekhine»,
escribió Capablanca en francés y hay un borrón donde debió de haber una e que
convertía el cher en chere: Alejin era una mujer. O Capa tenía poca práctica en
renunciar o demasiada maña en conquistar mujeres. Sigue la carta: «J' abandonne
la partie» y por un momento leí «la patrie». Capa renuncia a continuar jugando
y pierde la partida y el campeonato mundial de ajedrez. Todavía tiene saludos
«pour Madame». La carta está fechada en noviembre 29 de 1927 y el lugar en que
fue escrita es Buenos Aires, Argentina. Era el fin de un campeón y de una era
del ajedrez moderno.
A esa edad Mozart había compuesto su Réquiem.
Alejin, que nunca se sintió culpable por no haber dado la
revancha a Capablanca y mantuvo el título hasta su muerte, contaba un cuento,
ya al final de su vida, como Casanova pero sin tener la generosidad con las
mujeres que tuvo Casa en sus memorias. Enfermo y firme, relata lo que le
ocurrió jugando con Capablanca en Petersburgo en 1914. Una noche, en pleno
torneo, y como en «La reina de espadas de Pushkin, tocaron a su puerta. Abrió y
se encontró con un viejo campesino ruso en harapos que le pidió entrar porque
había encontrado un secreto de suma importancia para el ajedrez. El hombre era
insistente y Alejin lo dejó entrar pero no lo invitó a sentarse. «¡He
encontrado la manera de que las blancas den jaque mate en doce jugadas!» Alejin
se dio cuenta de que tenía en su cuarto de hotel a un loco y trató de echado de
la mejor manera. Pero el viejo visitante insistía. «Se lo voy a demostrar»,
decía. Para acabar con el enojoso asunto Alejin dispuso e! tablero y las
fichas. Doce jugadas más tarde el campeón ruso y futuro rey del ajedrez deponía
su rey de madera. Pálido y como de yeso Alejin casi suplicó: «Repita sus
jugadas, por favor. El viejo repitió su performance y volvió a derrotar a
Alejin otra vez y otra vez más. Alejin cogió al viejo jugador por un brazo,
salió al pasillo y al cuarto de Capablanca. Como de costumbre, el cubano no
dormía sino que tocaba la balalaika para que una cimbreante gitana bailara una
salmonela o como se llame ese baile ruso, rudo. Con gran trabajo Alejin hizo
que Capablanca dejara de hacer música o lo que estaba haciendo para atender al
viejo patán. Que procedió a derrotar al campeón sin corona de! ajedrez una vez
y otra y otra, siempre en doce jugadas. «¡Doce fatídicas jugadas!» Aquí Alejin
pareció dar por terminada la historia.
«Pero», quería saber el impaciente interlocutor, «¿qué
pasó?» «¿Qué pasó?», preguntó retóricamente Alejin. «Pues que Capablanca y yo
matamos al viejo. Ahí mismo en su cuarto y luego lo echamos al Neva. Eso fue lo
que pasó. De no haberlo hecho ni Capablanca ni yo habríamos sido campeones de
ajedrez del mundo. ¡Del mundo! Yo todavía lo soy», aseguró Alejin en su cama en
medio del blanco cuarto, luchando una vez más por quitarse como un Houdini ruso
su camisa de fuerza, al tiempo que miraba a su alienista con ojos en que se
reflejaba un tablero de ajedrez.
Este cuento incompleto apareció en The Complete Chess Addict
y lo reproduzco aquí porque revela el carácter del jugador de ajedrez y la
personalidad de Alejin, hombre capaz de llegar al asesinato por ganar una
partida o el campeonato del mundo. Es lo mismo. Por otra parte asegura el
doctor Félix Martí Ibáñez: «Darle jaque mate al rey opuesto en ajedrez equivale
a castrado y devorarlo, haciéndose los dos uno solo en un ritual de
homosexualismo simbólico y comunión canibalística, respondiendo así a los
remanentes del complejo de Edipo infantil». Escrito en 1960 esta sarta de
infelices frases freudianas no es menos fantástica que la historia de Alejin y
el jaque mate en doce jugadas, juegan las blancas. La fábula puede haber sido
cocinada por lord Dunsany, uno de los maestros del cuento fantástico y el
doctor Ibáñez bien puede estar emparentado con Blasco Ibáñez. Capa, por su
parte, hizo tablas con lord Dunsany, que era un aficionado de cuidado.
Más tarde en San Petersburgo las noches blancas de un peón
negro. El director soviético Vsevolod Pudovkin hizo en 1925 una peliculita
titulada El jugador de ajedrez y su protagonista era, ni más ni menos,
Capablanca.
Ahí se juega con su nombre y con la blanca nieve. El film
comenzó como un documental sobre e! Torneo de Moscú en 1925, cuando Capablanca
era todavía campeón del mundo. Capa, en medio de una sinfonía de tableros y una
tocata de fichas, aparece envuelto en un asunto romántico con la bella heroína
rusa. Todo el mundo parece presa de la fiebre del ajedrez (que es el título
alterno) pero una pregunta detiene el tránsito: «¿Tal vez el amor es más
poderoso que el ajedrez?» Capablanca va aún más lejos al decir: «Cuando veo una
mujer bella, también empiezo a odiar al ajedrez». Pero carga con la heroína, al
torneo. Al final, devuelta la novia rusa a su novio ruso, Capa con capa y sobre
la nieve parece decir adiós. En ese momento cae sobre la blanca acera un peón
negro. Koniesh filma.
Capa siempre sintió una vaga antipatía por los que no saben
jugar al ajedrez. «Es tan melancólico», afirmaba, «como un hombre que nunca
haya tenido relaciones con una mujer que no sea su madre». En una palabra, no
comprendía al soltero empedernido ni al ignorante que no sabe cómo se manipula
el peón, esa pieza que se parece extrañamente a un clítoris que se mueve
inexorable hacia la reina opuesta. Capablanca propuso una vez que se extendiera
el tablero al añadir dos peones extra a cada lado y dos nuevas piezas. Capa
pensaba que las posibilidades del juego se habían agotado ya. Algunos dicen que
nuestro hombre en la dama concibió esta variante del juego si no del espacio
del juego (que significaba a la vez una alteración de las reglas del juego)
porque estaba harto del número de partidas que terminaban en tablas, sobre todo
en torneos internacionales y en campeonatos. Otros, más personales, dicen que
Capablanca encontraba el juego tan fácil que se aburría y las nuevas piezas y
el nuevo espacio del juego serían como meter otra mujer en la cama.
Capablanca, que era un gran cocinero y presumía de gourmet,
rara vez se levantaba antes del almuerzo y de los postres y el café (Capa, cuyo
nombre es esencial al cigarro, no fumaba ni bebía) y se iba a jugar siempre
impaciente por terminar la partida, musitando: «A la cena, a la cena», haciendo
un juego de palabras por preferir el juego abierto. Al clásico Capablanca se le
acusó de ser el primer jugador narcisista, que es un mal romántico.
Capablanca fue derrotado, en el tablero, por una mujer, Mary
Bain, que lo venció en simultáneas. Miss Bain tiene el récord del jugador de
simultáneas que más rápido derrotara a Capablanca. Mary no sólo era joven sino
bonita y existe la sospecha entre los viejos ajedrecistas de que Capa se dejó
ganar. La derrota, la concesión, lo que fuera, ocurrió en sólo once
movimientos. «El ajedrez», dijo sir Richard Burton, jugador de ajedrez y
traductor del Kama Sutra, código de amor hindú concebido por los inventores del
ajedrez, «es un juego erótico: todo consiste en poner horizontal a la reina».
Para los que creen en la importancia de ser serio, Capablanca adelantó una
teoría: «El ajedrez es una ciencia que parece un juego».
Una anécdota revela a un Capablanca compasivo, casi
sentimental. Jugaba con Lasker en Moscú en 1914 y Capablanca notó cómo el
entonces campeón Lasker se puso pálido, ceniza casi, al darse cuenta de que
había cometido un error tan grave que tal vez le costaría el juego.
La mano de Lasker temblaba tanto que casi no podía asir la
pieza que quería mover. Capablanca supo en ese momento que muy pronto sería el
campeón mundial. Pero, declaró, no podía evitar sentir una gran piedad al ver
el efecto paralizante que la inminente derrota tenía en Lasker. «Había
esgrimido el cetro del ajedrez durante veinte años», escribe Capablanca, «y en
ese instante supo que había llegado a su fin». La ironía del momento es que no
había llegado el fin para Lasker todavía. El campeón se las arregló para hacer
tablas y ganar el torneo. Capablanca, llamado Capa," era lo que no era
Alejin, por ejemplo, o Bobby Fischer: un jugador placable, nada implacable.
Capablanca, sin embargo, rara vez perdonaba a una mujer: era
un Donjuán capaz de convidar al Comendador a una partida de piedra y entre
jugada y jugada acostarse con Inés, con Ana y con su hermana. Para él un ménage
a trois no era una partida extraña. Capa, además, era un atleta experto: las
tablas de baloncesto le eran tan familiares como las del ajedrez, practicaba
esgrima con la idea de que el ajedrez era otro duelo y había estudiado más libros
de cocina que de ajedrez. Nunca jugaba al ajedrez más que en torneos y
competencias. Tenía una segura posición social (que los envidiosos llamaban
sinecura) convertido en propagandista de Cuba a sueldo del Gobierno cubano, no
muy diferente a la posición de los jugadores soviéticos, amateurs sólo de
nombre. Lasker dejó escrito que Capablanca era, por encima de todo, un hombre
modesto. «Tenía la modestia fundamental que es la marca de la verdadera
inteligencia.» Quería, sí, ganar siempre en todo, pero no tenía ese impulso
asesino ni contra sus contrincantes ni con sus amantes que tenían Lord Byron o
Hemingway. Como Mozart, era un clásico que se hacía romántico en su juego.
¿ Era todo eso lo que estaba dentro de la caja lujosa en el
túmulo en medio del Salón de los Pasos Perdidos?
En 1913 Capablanca fue nombrado una especie de embajador
cultural de Cuba. Los gobiernos de la isla, a pesar del sol, nunca fueron muy
iluminados. Pero ahora comprendían que Capablanca era un valor publicitario (la
propaganda no se había asentado todavía sobre La Habana) y que su nombre valía
tanto como cualquier marca local. Digamos La Corona, Partagás o Por Larrañaga.
Capablanca era una suerte de Montecristo que no fuma. Sus colegas, en Cuba y en
el mundo del ajedrez, objetaron a lo que llamaban una sinecura sine die. Sólo
Lasker, siempre apremiado, comprendió que Capablanca era un hombre con la
suerte de tener a su país detrás. Los rusos, al hacerse soviéticos, harían otro
tanto.
Capablanca se hizo un jugador tan invulnerable que cogió
fama de invencible y ganó el mote de la «máquina de jugar ajedrez», con todas
sus implicaciones: el autómata del Maelzel, las investigaciones de Poe, las
astucias del doctor Mabuse llamado Der Spieler, el tahúr. Un nuevo desafío del
joven maestro al viejo matrero de Lasker sólo obtuvo que Lasker renunciara a su
título en favor de Capablanca. Pero como dice Procol Harum, «la muchedumbre
quería más». Quería, en efecto, un torneo de madera en que las lanzas se
trocaran por peones, las mazas por alfiles, los caballos por caballos y enrocar
en esas distantes torres que son el Morro y la Cabaña a la entrada de la bahía
de La Habana. La bolsa era como para tentar a un monje en retiro: 25.000 pesos
en una época en que el peso cubano valía más que el dólar: era la era de las
vacas gordas. Jugando como e! gran maestro que era, Capablanca ganó la victoria
más decisiva jamás lograda por un desafiante al campeonato mundial. Capa quedó
tan extático que cometió el primer error de su vida con las mujeres: se casó.
Su novia de blanco para colmo se llamaba Gloria.
Capablanca siguió su carrera en ascenso. De las 158 partidas
y juegos de torneo desde 1914 había perdido sólo cuatro juegos. Conocido por
multitudes que sabían que ajedrez se escribía sin hache pero no con zeta, Capablanca
se hizo la primera estrella del ajedrez. Tal vez sea, a pesar de Alejin, a
pesar de Fischer, la más grande, la mayor.
Capablanca no sólo era el campeón del mundo sino el campeón
de simultáneas de su tiempo. Por lo que Petronio habría llamada elegantiae,
Capablanca se negó siempre a jugar con los ojos vendados. Ahora se echó hacia
atrás, arrojó a un lado el último cigarrillo que no había encendido y dijo
resuelto al teniente del ejército español de ocupación que se parecía tanto a
su padre: «¡No quiero la venda!» Con excepción de Lasker, Capablanca no era muy
apreciado por los jugadores de su tiempo. Lo encontraban remoto pero era un
terremoto: una fuerza destructiva natural que sacudía el tablero y derribaba
las piezas, sobre todo al rey y a la reina. Pero, peor, había un jugador que lo
halagaba, lo alababa siempre: Aleksander Alejin. «¡El malvado y miserable!»,
como me enseñó mi madre a mis diez años, haciéndome un espectador prodigio.
(Creo que fui la última persona que vio a Capablanca muerto.) Mi madre lo
llamaba Alekine. Para mi madre, Alekine era de lo peorcito: un ruso blanco.
Alejin, el diablo más a mano, tentó a Capablanca como si él fuera Capanegra, un
mal Mefisto: ¡Alejin, aléjate! Pero Capablanca aceptó el reto y Alejin, sombra
y asombro, derrotó a Capablanca para siempre. Declaró Alejin con falsa modestia
que era sin embargo dato cierto: «No creo que yo fuera superior a Capablanca.
Tal vez la razón por la que le gané fue que se sobrestimaba y no me estimaba».
Eran las razones del diablo: Dios nunca me quiso, Mefisto. Metafísicas aparte,
la verdad verdadera es que Alejin se hizo campeón del mundo y se hizo con el
campeonato por logro y por truco. Hasta su muerte. Sólo Dios sabe lo que le
dijo al diablo.
A partir de su inesperada derrota, Capablanca comenzó a
venirse abajo, como una torre de nieve: las blancas hacen enroque y pierden,
las negras ganan y se van. Su matrimonio se hizo divorcio, pero siguió jugando:
ganó algunas y perdió algunas. En 1987 su viuda, Olga Capablanca de Clark, vendió
el manuscrito inédito de una partida Capablanca-Tartakower en $10.000. Todavía
era endiosado en el mundo del ajedrez y en el mundo: Capablanca era una
cerveza, un helado de chocolate y vainilla, un cóctel de ron con crema
batida... En Rusia, que ahora se llamaba la Unión Soviética, era más popular
que nunca lo fue en tiempos de los zares: el ajedrez era rey y Capablanca su
príncipe consorte. Capablanca se casó con una rusa, de París, que conoció en
1934. La boda ocurrió en 1938 en París, pero tuvo su peor repercusión en La
Habana. La familia de su primera mujer consiguió algo más que Alejin:
Capablanca dejó de ser embajador at large de Cuba y lo degradaron a agregado.
Pero Capablanca no dejó de jugar y ganar: Caissa lo hizo.
Mozart podía, vuelto de espaldas al piano, decir el número y
nombre de las notas de un acorde que tocara otra persona: de preferencia una
mujer. Capablanca, de sólo echar una mirada al tablero, veía todas las piezas y
su disposición y sabía exactamente cuáles eran las posibilidades del juego.
Desdeñoso de las aperturas (nunca, según él, estudió una sola) mostró siempre
una habilidad pasmosa para los fines de partida. Tal vez influyera que
aprendiera a jugar cuando ya las fichas estaban sobre el tablero y el juego
había comenzado.
Su adversario de siempre, Luzbel extraordinario, Alejin,
decía que no había visto otro jugador con su «rapidez para la comprensión» que
era su aprensión. Un condiscípulo, jugador fuerte, declaró que Capablanca
«nunca aprendió a aprender». Es que para Capa el ajedrez era un juego y no por
gusto se le declaró el playboy del ajedrez occidental, en oposición a la
emergente escuela rusa encabezada por Alejin, que era todo estudio, esfuerzo y
mala fe.
La palabra playboy sugiere a un Porfirio Rubirosa,
tenientillo que se abrió paso en la isla de Trujillo y en el mundo a golpes de
pene y olvido. Rubirosa era un chulo compensado, Capablanca era exactamente lo
contrario.
Todavía se cree que Capablanca pertenecía a la alta sociedad
criolla. Nada más erróneo. Capablanca padre no era más que un teniente del
ejército español en la siempre fiel isla de Cuba. Su madre era un ama de casa.
Los dos no tenían más que sus nombres memorables y un hijo formidable. Incluso
el patrón cubano que le pagaba los estudios en Estados Unidos concluyó que
Capablanca empleaba su tiempo más en jugar (al ajedrez pero también al baseball
y al basketball) que en estudiar y le retiró el estupendo estipendio. Ese mismo
año la universidad lo suspendió de manera ominosa. Fue entonces cuando Caissa
vino a rescatar a Capa de la ignominia: Frank Marshall acordó jugar contra
Capablanca calculando que sería comida de bobo. Capablanca lo derrotó
decisivamente. Hazaña sin precedentes que un mero aficionado derrotara a un
cuajado campeón.
Marshall, impresionado por su derrota (es decir por la
victoria de Capablanca), hizo que lo invitaran al torneo de San Sebastián en
1911. Capablanca ganó un torneo mayor en su primer intento, lo que era la
hazaña sin precedentes.
El resto es historia: la del ajedrez precisamente.
Una tarde de 1942 (era marzo y nevaba) Capablanca entró como
tantas veces al Club de Ajedrez de Manhattan, que había sido su refugio
favorito de joven estudiante y después de aspirante a cualquier torneo y aún
más tarde de gran maestro del juego real y campeón del mundo finalmente. Capa,
friolento pero no lento, se dirigió rápido a la sala de juego sin siquiera
quitarse su sobretodo. A pesar de los años pasados en Nueva York y en Europa, a
pesar de la nieve rusa, Capa siempre tenía frío.
Excepto, por supuesto, cuando jugaba, con alguna mujer en la
nieve. El portero, la girl del guardarropa y hasta los miembros del club
estaban acostumbrados a ver a Capablanca de negro gabán hasta el tobillo
moviéndose de tablero en tablero, en silenciosas simultáneas: mirando
observando y captando de un solo golpe de ojo el estado de cada escaque y el
conjunto de piezas derramadas en orden sobre el tablero. Para él todo era un
todo, el juego. Ahora vio que no había un solo jugador de su edad. Eran todos
muy jóvenes o viejos: eran tiempos de guerra no de juego o del juego de la
guerra. Sobre otro tablero y por encima de un jugador joven vio de un vistazo
que el otro, un viejo, tenía la partida perdida. El jugador joven quiso iniciar
una jugada decisiva, lo pensó sin pensado, se arrepintió y no fue más allá.
Pero había tocado su dama y según las reglas del juego cuando se roza una pieza
propia hay que moverla adelante. El otro jugador, el viejo, ensimismado en la
derrota, no había advertido el leve movimiento del otro y el jugador joven hizo
como si no hubiera pasado nada. Tal vez Capablanca recordara la primera vez que
notó, hacía más de medio siglo, una jugada para anotar un fraude.
Ahora no dijo nada, por supuesto: era todavía un caballero.
Pero levantó los brazos de manera extraña, se llevó las manos enguantadas al
cuello y pidió casi con un grito:
«¡Ayúdenme con la capa!» en español. Ésa fue su frase final.
No dijo más y cayó al suelo, muerto. Había sufrido, según la autopsia, un
derrame cerebral masivo. El patólogo dijo que no se mostraba nada sobrenatural
(«específico» fue lo que dijo) en el cerebro de Capablanca, que era
particularmente normal. Es obvio que el ajedrez y las muchas mujeres no se ven
en el cerebro. ¿Era eso todo lo que había en su cabeza embalsamada?
En: Vidas para leerlas
Editorial Alfaguara
Noviembre de 1988
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