Como una virgen (otra vez)


Este texto acaba de aparecer en la última edición de SPECIMENS, ULTIMA NARRATIVA IBEROAMERICANA, y lo comparto con ustedes.

Escribir sobre “mi primera vez” no es sencillo. Las primeras veces en este campo (el de las lecturas) no existen; es decir: no puedo comparar la primera vez que leí El conde de Montecristo (un regalo con el que descubrí, a los siete años, que Edmundo Dantés fue, finalmente, el hombre que vengó a todos los hombres) con la inolvidable tarde en que descubrí Conversación en La Catedral, de Vargas Llosa; o el cruel final de Hijo de Satanás, de Bukowski; los delirantes Ochenta y seis cuentos de Quim Monzó; o la ultraviolenta Los hijos del orden, de Luis Urteaga Cabrera (premiada nada más y nada menos que por Juan Carlos Onetti y Severo Sarduy), y con cuyo final lloré amargamente una tarde; o muchos de los cuentos de Julio Ramón Ribeyro.

Pero las novelas mencionadas son más bien una parte mínima del lado A de la vida literaria (valga la analogía del vinilo, hijos del mp3). Mi vida de lector ha sido más bien desordenada y, por qué no decirlo, acá la culpa la tiene también el Estado. Desde Platero y yo o Mi planta de naranja-lima, que leíamos en el colegio acompañados de una montaña de papel higiénico para las lágrimas y los mocos, pasando luego por las historias de Corín Tellado que venían puntuales todos los meses en Cosmopolitan y que se leían en las peluquerías (convertidas hoy en Spa o Coiffure International), a las truculentas crónicas periodísticas que aparecían quincenalmente en los kioskos de Lima en un par de revistas casi pornográficas para un muchacho de catorce años llamadas Zeta y Confidencial, donde aparecían fotos de vedettes con los pechos al aire. Estas revistas también publicaban cartas de amor incontestables, avisos de solteras codiciando un soltero emprendedor y de solteros codiciando lo mismo pero con encuentros casuales en cines de barrio; las lecturas fueron diversas y vinieron desde lugares lejanos y en formatos variopintos.


Lugares lejanos entonces (cuando niño) que mi memoria recuerda al instante: México. Formatos variopintos: todos los “chistes” (así se llamaban entonces y ahora les llaman “cómics”) con que Editorial Novaro invadía el Perú, porque en aquellos días el mundo para mí era el Perú y los diarios locales y la revista Caretas que mi tío compraba y que siempre traía artículos emocionantes, además de un crucigrama muy difícil de resolver. Lo curioso es que Caretas tenía también la última hoja arrancada, violentada. Pocos años después descubrí que en esa página había una mujer desnuda y diferente en cada entrega: hermosas y despampanantes mujeres acompañadas de un texto breve y divertido, seguidas inmediatamente de la página del ya clásico “Concurso canalla”.
“Desorden lector” debería ser un apartado en algún tratado de psicología. Lo cierto es que con el tiempo uno va seleccionando mejor sus lecturas, o se guía de ciertas recomendaciones o del “boca a boca” (que a veces funciona mejor que las críticas o reseñas en diarios y revistas), y así uno descubre autores nuevos u olvidados, con temáticas que a veces creíste que serían completamente absurdas, y te fascinan.

No soy mucho de leer ciencia ficción, más por prejuicio que por otra cosa, pero una tarde descubrí en una revista llamada Minotauro un cuento de Bradbury que me dejó muy sorprendido. Desde entonces le doy oportunidad a varios géneros y descubro a veces cosas sorprendentes y aprendo, además, que las barreras que uno se va imponiendo al momento de escribir son lastres que finalmente no permiten incursionar en otros campos. Lo cierto es que, llegado a este punto de mi testimonio, recuerdo el título de esta sección de Specimens y me pregunto: ¿qué hace que una persona “normal” se dedique a escribir? Yo empecé a escribir por necesidad ya siendo un estudiante universitario, y con cierta “rigurosidad” (entiéndase el trabajo de dedicarse a escribir y corregir), pero no podría asegurar que fueron las lecturas las que me motivaron a hacerlo. Fueron las vivencias y experiencias aprendidas a lo largo de los años, tiempos violentos cuando el terrorismo asolaba el Perú (yo vivía con mis padres en un asentamiento minero), tiempos de cambios drásticos (regresar a Lima luego de seis años y empezar a estudiar en un colegio de curas dominicos y ver “otro mundo”), y luego la Universidad Nacional Mayor de San Marcos que, definitivamente, sí era “otro mundo”. Todas esas experiencias, chocantes algunas (la política en la universidad, por ejemplo, comparado con el mundo de fantasía y burbujas de mi colegio) provocó emociones encontradas que fueron almacenándose durante un tiempo hasta que encontraron salida a través de la escritura.

Escribir, así como decía Capote, “como si se tratara de un látigo que Dios te dio”, es algo que uno va descubriendo con los años, con el ejercicio de la lectura y luego con el de la escritura, pero sobre todo con la corrección. Uno de los grandes problemas de quienes escribimos y además nos dedicamos al periodismo en mi país es que el nivel lingüístico de este último es tan espantoso que terminas, de alguna manera, luchando para no contaminarte. Leemos todos los días noticias terribles, actos crueles, novedades de la farándula (otro acto cruel) y los programas de radio y los noticieros están llenos de lo mismo. Leemos en Facebook, además, cosas que francamente nos hacen perder el tiempo, y es en esos momentos cuando un buen libro puede servirte de salvavidas, de oportunidad para regresar a la emoción del descubrimiento y luego enriquecer tus posibilidades de contar.

Hubo un tiempo en que muchos escritores de mi generación querían irse a vivir a España, “la Meca”, “el Paraíso”. Las redes sociales y el Internet transformaron el mundo, y también transformaron nuestra forma de verlo y de contarlo. La vida seguirá hasta que se cumpla la profecía maya o nos gobiernen como en Fahrenheit 451, quién sabe. Pero siempre nos quedará la posibilidad de descubrir en las lecturas una forma de sobrevivir y, a partir de eso, proyectar y narrar nuestras propias historias.

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