Despertares Nocturnos (2000)
El Espejo
"Me verás volar por la ciudad de la furia,
donde nadie sabe de mí,
y yo soy parte de todos..."
(G. Ceratti)
Podía presenciar en sueños, aún entonces, visiones que no comprendía, que no lograba asimilar a pesar del paso de los años, pero que inevitablemente lo obligaban a seguirlas y a cumplir al pie de la letra con sus mensajes larvados. Tarde se percató de que tenía el don de ver a la Muerte. La vio pasar muchas veces, muchas. Sabía a quien acompañaba en la hora fatal, conocía a quienes iban a partir y la forma en que lo harían. Sus sueños eran entonces terribles asaltos a su carácter, su conciencia y su corazón que, poco a poco, se habían ido minando por el dolor de la desaparición de sus seres queridos primero y de los demás seres después. Y él nada. Él seguía inmune a la Muerte y eso lo entristecía y lo desesperaba. Le aterraba el dolor que sentía cada vez que alguien partía al otro lado del túnel y esa gente pasaba a formar parte de sus murrias y nostalgias. Sólo entonces, una tarde, se dio cuenta de que no eran sólo entelequias. Fue cuando vio a la Muerte acompañar a una mujer a la que confundió con su ya lejana y desaparecida madre. La siguió inquiridor y pronto estuvo tan cerca que quiso tocarla; la señora sonrió mientras leía un aviso pegado en una tienda, se dio vuelta y avanzó por la avenida. Él se sintió nuevamente motivado y alcanzó a estirar su mano para poder tocar a la Muerte. Los dedos de ambos se alcanzaron entre sí por las yemas y se miraron frente a frente por vez primera. Sorpresivamente volteó a mirar a la señora que ya se encontraba muy lejos de aquel lugar. Miró nuevamente a la Muerte, como queriendo escudriñar entre sus pupilas y, en un momento de gran confusión de emociones, le acertó un soberbio puñete en el rostro. Los cristales del gran espejo volaron en mil pedazos, igual que lo que quedaba de su corazón. Supo entonces que el dolor y la nostalgia lo abrumarían para siempre. Pues la Muerte, era él.
"Me verás volar por la ciudad de la furia,
donde nadie sabe de mí,
y yo soy parte de todos..."
(G. Ceratti)
Podía presenciar en sueños, aún entonces, visiones que no comprendía, que no lograba asimilar a pesar del paso de los años, pero que inevitablemente lo obligaban a seguirlas y a cumplir al pie de la letra con sus mensajes larvados. Tarde se percató de que tenía el don de ver a la Muerte. La vio pasar muchas veces, muchas. Sabía a quien acompañaba en la hora fatal, conocía a quienes iban a partir y la forma en que lo harían. Sus sueños eran entonces terribles asaltos a su carácter, su conciencia y su corazón que, poco a poco, se habían ido minando por el dolor de la desaparición de sus seres queridos primero y de los demás seres después. Y él nada. Él seguía inmune a la Muerte y eso lo entristecía y lo desesperaba. Le aterraba el dolor que sentía cada vez que alguien partía al otro lado del túnel y esa gente pasaba a formar parte de sus murrias y nostalgias. Sólo entonces, una tarde, se dio cuenta de que no eran sólo entelequias. Fue cuando vio a la Muerte acompañar a una mujer a la que confundió con su ya lejana y desaparecida madre. La siguió inquiridor y pronto estuvo tan cerca que quiso tocarla; la señora sonrió mientras leía un aviso pegado en una tienda, se dio vuelta y avanzó por la avenida. Él se sintió nuevamente motivado y alcanzó a estirar su mano para poder tocar a la Muerte. Los dedos de ambos se alcanzaron entre sí por las yemas y se miraron frente a frente por vez primera. Sorpresivamente volteó a mirar a la señora que ya se encontraba muy lejos de aquel lugar. Miró nuevamente a la Muerte, como queriendo escudriñar entre sus pupilas y, en un momento de gran confusión de emociones, le acertó un soberbio puñete en el rostro. Los cristales del gran espejo volaron en mil pedazos, igual que lo que quedaba de su corazón. Supo entonces que el dolor y la nostalgia lo abrumarían para siempre. Pues la Muerte, era él.
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