Fahrenheit 451... temperatura a la que se enciende el papel, y arde...
Era un placer quemar.
Era un placer especial ver las cosas devoradas, ver cosas ennegrecidas y cambiadas. Empuñando la embocadura de bronce, esgrimiendo la gran pitón que escupía kerosene venenoso sobre el mundo, sintió que la sangre le golpeaba las sienes, y que las manos, como las de un sorprendente director que ejecuta las sinfonías del fuego y los incendios, revelaban los harapos y las ruinas carbonizadas de la historia. Con el simbólico casco numerado -451- sobre la estólida cabeza, y los ojos encendidos en una sola llama anaranjada ante el pensamiento de lo que vendría después, abrió la llave, y la casa dio un salto envuelta en un fuego devorador que incendió el cielo del atardecer y lo ennegreció. Avanzó rodeado por una nube de luciérnagas. Hubiese deseado, sobre todo, como en otro tiempo, meter en el horno, con la ayuda de una vara, una pastilla de malvavisco, mientras los libros, que aleteaban como palomas, morían en el porche y el jardín de la casa. Mientras los libros se elevaban en chispeantes torbellinos y se dispersaban en un viento oscurecido por la quemazón...
Así empieza la maravillosa novela de Ray Bradbury, traducida ya a casi todos los idiomas y que fue presentada en Francia por Jean Paul Sartre en la mítica revista Les temps modernes. Este libro es conocido en todo el mundo como uno de los libros más hermosos y crueles de nuestra época. Cuenta la historia de Guy Montag, bombero, que en un futuro fácilmente previsible tiene como oficio principal el de quemar libros. Montag, rebelde, eleva su voz como un grito de protesta contra toda censura del pensamiento; una llamado, una voz de alarma ante la globalización que ya domina nuestras vidas. Como si al escribirlo, Bradbury profetizara los tiempos que actualmente se viven, donde la intolerancia y el campeo de la autolimitación cultural, definiera un estilo de vida aceptado y -peor aún- compartido por todos. Léanlo.
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