Marzo o el mes del terror
Hace unos días, mientras recorría el mercado central en busca de unos diccionarios chinos, me vi envuelto en un mar humano de madres desesperadas que pugnaban por completar a como de lugar la lista de útiles que cada año parece crecer más y ser utilizada menos. Imagino que algunos profesores armarán sus listas personales para sus cursos en alguna universidad (si es que estudian algo, claro, porque así como va el nivel académico de algunas universidades sería necesario patentar como himno nacional el “Vale la pena soñar”). En fin, que en esas estaba yo, perdido en ese mar peligroso que son las madres en estos meses, cuando reconocí a una amiga que creí perdida hace tiempo (en realidad se extravió, eso decían las malas lenguas, pero ahora estaba hecha una modelo de Micaela Bastidas armada con tubo de vinifán ¡jai! Para romperle la cabeza a la primera que osara quitarle el papel crepé). Conversamos unos pocos minutos, sus gemelas me miraban curiosas, una de ellas me jalaba la barba mientras me llamaba tío Gabo (horror de horrores la maldad de los infantes), y me preguntó si tenía hijos. La respuesta fue atropelladamente veloz: ¡no! Pero su retruque fue demoledor: Entonces no tenemos más de qué conversar, porque ahora estoy en otra vida... “en otro planeta” pensé, pero me dejó pasmado, y aún ahora, que regreso cargado de vinifán ¡jai! y cuadernos que a fin de año veré quemarse en año nuevo, me he quedado con la curiosidad de saber qué tanto altera a los padres el inicio del año escolar. Yo solo recuerdo lo mucho que me encantaba jugar con la plastilina, y lo genial que era saber que por fin las chicas tendrían una excusa para esperarnos a la salida de sus colegios. Qué tiempos aquellos... en verdad, ya estoy tío...
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