En el Día del Maestro



Si uno quisiera “motivarse” a escribir todos los días en el Perú, solo haría falta ver qué se celebra en el almanaque, porque ahora todos los días se celebra algo: desde el día del blogger hasta el día del pollo a la brasa -pasando por el día del emoliente-, nuestro calendario cívico debe ser uno de los más delirantes del mundo. Claro, no todos los días son importantes; hoy, por ejemplo, se celebra el “Día del Maestro”, y aquí sí hay cosas que contar y compartir, pero sobre todo diferenciar: cualquiera que estudie la carrera puede ser profe (bueno o malo), pero muy pocos llegan a ser “maestros” (y esto último es algo que sólo el tiempo se encarga de forjar).

Durante la primaria, en el colegio del asentamiento minero donde vivía, tuve profesores bastante estrictos, de esos que tomaban la tabla de multiplicar a una fila india de alumnos asustados porque a cada error tocaba un reglazo en la palma de la mano. Pero había en esos profesores (Walter Castilla era uno de ellos, de quien más tengo recuerdo) algo más. No solo quería que aprendiéramos las cosas que el libro indicaba, sino que tenía comentarios sobre lo diferente que era la vida para quienes se educaban (y de la importancia que tenía el aprender inglés). Y eran tiempos difíciles: durante una redada senderista en 1985 se llevaron a un compañero del salón, al que le llamábamos “el mutu” (no sé por qué), y lo enrolaron como carne de cañón en los asaltos y atentados de esa zona de la sierra. Lo mataron en 1987 en una emboscada policial en Huariaca, empuñando un fusil senderista. Tenía 14 años.

Durante la secundaria en Lima tuve muy buenos profesores, pero recuerdo a uno en especial: Héctor Flores, al que le llamábamos “el sapo”, porque eso parecía, un sapo viejo enfundado en un terno verde oscuro, con camisa impecablemente planchada y pañuelo de seda alrededor del cuello. Hablaba varios idiomas, tenía todos los años del mundo, caminaba un poco lento, pero cuando entraba al salón y empezaba su clase de “Historia Universal”, el mundo cambiaba. No había nada más fascinante que escucharlo hablar de los egipcios, los sumerios, los persas, las guerras mundiales, las conquistas, las momias, la NASA y sus misterios y una infinidad de cosas más. Era la ventana a un mundo entonces lejano, una suerte de google viviente en una época donde la Internet era todavía un sueño gringo. Y había leído mucho, y tenía una memoria prodigiosa para recomendar enciclopedias y literatura. Alguien que, sin decirlo, motivaba a seguir averiguando después de clases, en esa biblioteca escolar del colegio dominico, llena de enciclopedias del piso al techo (y de la que me hice bibliotecario para tener acceso a todos esos libros y a las “Guías de educación sexual. Con ilustraciones”) en aquella etapa final de mi educación escolar, una que sobrevivió al primer gobierno de Alan y el primer año del fujimorismo. Ya luego vino la universidad pero esa es otra historia.

No volví a ver ni saber de mi profe de primaria, nunca más. Imagino que le ha ido bien, ya debería tener unos sesenta y tantos años. Debe sentirse bien saber que uno es capaz de formar personas que, en algún momento, buscarán una forma de aportar a un país: SU país. Héctor Flores murió de un infarto hace ya varios años, anciano, en los Estados Unidos. Me hubiera gustado agradecerle sus clases de historia, las conversaciones; contarle que si escogí la arqueología como carrera profesional, no fue solo por haber visto Indiana Jones y porque no hay carrera más linda que viajar y caminar y descubrir lo que otros ojos no han visto en miles de años, sino que, estoy seguro, algo tuvieron que ver sus clases.

Muchas veces la bronca con el colegio no tiene que ver con algunos profesores que tuvieron que ver con nuestras aulas y nuestras vidas. Tienes que llegar a adulto para comprender eso. Tienes que ver que, de alguna manera, también el tiempo te convierte en un maestro que enseñará a otros lo que aprendió, bien o mal. Y esa es una responsabilidad enorme. Enorme.

Comentarios

Entradas populares